Pablo, el nacido en San Juan de Puerto Rico, el pequeño que aprende a leer con La Edad de Oro, el joven revolucionario que pelea junto a Villena y se enfrenta a la dictadura de Machado, el que guarda prisión en Isla de Pinos y escribe un libro de denuncias que nadie quería publicar; antes de morir por la República Española se fue hasta el Realengo 18 para escribir las páginas de una historia de resistencia que alzó el filo de una disyuntiva: ¡Tierra o Sangre!
“El que quiera conocer otro país que monte en una mula pequeña y de cascos firmes y se adentre por los montes donde la luz es poca a las tres de la tarde y los ríos, de precipitado correr, se deslizan claros por el fondo de los barrancos, con las aguas frías como si vinieran del monte…Y, aunque acaso a un occidental no le sea grato, encontrará también el orgullo de una historia considerada como propia; la satisfacción de que no haya río por el que no hubiera corrido sangre mambí, ni monte donde no pueda encontrarse el esqueleto de algún héroe”.
De aquella sangre de héroes mambises venía Lino de las Mercedes Álvarez. Con el torso semidesnudo y sin miedo a la muerte se había lanzado al campo de batalla, muy cerca del otro Titán, José Maceo, o Calixto García. Terminó la guerra con el grado de teniente, el machete y el rifle se quedarían no lejos del alcance de las manos. Quería vivir en paz. Era uno entre las tantas familias asentadas en el Realengo 18, no lejos de Guantánamo. ¿Un Realengo? Eran tierras del rey, remanentes en los espacios de repartos; tierras donde se asentaron campesinos que nunca pudieron legalizar pedazos de monte, tierra ausente de leyes para proteger a los más pobres; ya desde 1905, no eran posibles tales inscripciones.
En 1920, Federico Almeyda había extendido ya sus tentáculos hacia las tierras del Realengo y colindantes. Por medio de uno de sus altos empleados, Manuel Delgado, da la orden de que notificara a los vecinos que fueran desalojando aquellos montes. Pero los campesinos que habían armado allí sus vidas, sus ranchos y familias, fraguarían luchas memorables que dieron la vuelta a Cuba, cuando estuvieron dispuestos a morir por sus tierras.
Los latifundios eran ya pulpos de la codicia que extendían su poder a las reservas de madera para obtener enormes ganancias: pero las tierras realengas, las del número 18, tenían 500 familias y no permitirían los deslindes para expulsarlos de todo derecho a la vida.
En 1934, ya Machado ha caído del poder para convertirse de “asno con garras” en “asno errante”; pero otro tirano ya engorda su expediente de servicio a los poderosos; es Fulgencio Batista quien no duda en ponerse al lado de latifundistas y guardias rurales y exige el deslinde del Realengo o correrá la sangre.
En medio de la resistencia y la solidaridad de muchas fuerzas, incluyendo al Partido Comunista, Pablo de la Torriente Brau recoge las palabras de Lino, el negro mambí: “No han hecho más que política con nosotros (…). Y ya no tenemos fe en los ofrecimientos de los gobernantes, porque hasta estas tierras que conquistamos nosotros, los extranjeros nos las quieren arrebatar en complicidad con los gobiernos (…). Pero aquí habrá que venir a buscarnos a la Sierra”.
El 3 de agosto de 1934 se produce un grave incidente cuando uno de los destacamentos campesinos detuvo el intento de uno de los terratenientes de deslindar las tierras de la zona. El 20 de octubre, esta vez acompañado por varios militares, se intentó proceder al deslinde de otro de los cuartones defendidos por los grupos campesinos, esta vez el enfrentamiento llega a oídos de Batista, se envían fuerzas militares y comienza el asedio a campesinos que estaban dispuestos a dar la vida por su tierra.
No es poca la capacidad de fuego de los campesinos, y se amenaza con una huelga general. Ya no solo se trata de Lino, a quien le ofrecen dinero y tierras para que se retire de la lucha, sino de un pequeño grupo de campesinos unidos por la esperanza de luchar por una vida mejor que comienza con el acto legítimo de tener la tierra.
Finalmente se llega al Acta de Lima, donde se recogían varios de los más importantes reclamos campesinos, entre ellos, la retirada del Ejército de toda la periferia del Realengo. Los campesinos mantendrían las armas y el Ejército no entraría en ese territorio, y siempre con pleno conocimiento de la organización campesina. Aumento del precio del café de cuatro a ocho pesos el quintal. Quedan anulados en los juzgados y en los cuerpos represivos los procesos de detención contra todos los dirigentes del Realengo.
Había sido una gran victoria campesina. Es cierto, no fue una victoria definitiva; luego, los poderosos maniobraron para dividir, asesinar y arrancar las conquistas. La constitución del 40, que proscribe el latifundio, no impide la extensión del dominio sobre la tierra y los pulpos atraviesan los montes de Cuba, dejando desamparados a miles de campesinos hambrientos de pan y justicia.
Si se busca en los archivos de historia de Estados Unidos, no hay ningún funcionario de ese país que haya manifestado preocupación por la suerte de los campesinos cubanos desalojados de sus tierras.
Cuando Fidel realiza su alegato de autodefensa, en el juicio del Moncada, el problema de la tierra es aún más grave; era preciso una revolución social que abriera el cauce a una revolución agraria. El primero de enero de 1959 es la puerta que se abre a la Ley de Reforma Agraria. Los campesinos aplaudieron. Los latifundistas afilaron las estacas para clavar a la Revolución.
En 1961 se exhibe la película Realengo 18, del director de origen dominicano Oscar Torres, con la ayuda de Eduardo Manet; la película recrea los hechos tomando por referencia los testimonios recogidos de primera mano, por Pablo de la Torriente Brau; se incluyen décimas del poeta nacional de República Dominicana, Pedro Mir. Es el mismo poeta que en los años 40, escribe en Cuba: Hay un país en el mundo, y esos versos que se desparraman como semillas sobre un surco: “Hay un país en el mundo / sencillamente agreste y despoblado./ Algún amor creerá / que en este fluvial país en que la tierra brota / y se derrama y cruje como una vena rota / donde el día tiene un triunfo verdadero/ irán los campesinos con asombro y apero / a cultivar / cantando / su franja propietaria. / Este amor quebrará su inocencia solitaria / Y crecerá…”.
La revolución, poeta, es ese amor crecido, a pesar de la tormenta y la pesadilla de los que intentan arrebatarnos la tierra toda.