Una tarde en el malecón habanero siempre tiene su encanto, pues aquí aplica bien eso de que “cada quien tiene un motivo”. Para un fotógrafo, la luz es esencial, y si a esto se suma un mar intrépido y juguetón, entonces uno no se resiste a tomar fotos y a disfrutar de los transeúntes, el agua embravecida y la magia de la luz.
Las olas inquietas, se retraen y cuando menos imaginas, arremeten contra el sofá inmenso de La Habana; otras veces saltan sobre él, como si jugaran a empapar a los que se atreven a acercarse. Por algunos instantes el mar mantiene el ritmo en ese ir y venir, pero casi siempre actúa desenfrenadamente, con la libertad del viento que lo acompaña.
Entonces llega el pensamiento de que nadie se atrevería esa tarde a hacer ejercicios sobre su acera, o pescar desde él, o compartir con la pareja en su entorno, como de costumbre. Sin embargo, sucede que hay quienes no le temen, y se atreven, y retozan al compás de las aguas del malecón habanero.