Cuando pasen los años y estos Juegos Olímpicos no sean más que historia deportiva, la judoca Kaliema Antomarchi no tendrá una medalla que mostrar a sus seres queridos, pero todos aquellos que la vieron batirse en Tokio la recordarán con singular cariño.
Ella misma habrá de evocar siempre su quinto lugar en Japón entre lo mejor de su carrera.
Debió exigirse al máximo, casi hasta el agotamiento, en pleitos con adversarias del más alto nivel, incluida la campeona mundial y la primera en el ranking.
Sin embargo, siempre se mostró dispuesta a luchar, segura de sí misma, sin miedo, y nunca dudó de sus posibilidades de salir airosa ni dio muestras de aflicción.
Por eso cuesta tanto trabajo no haberla visto en el podio con su medalla al pecho, una presea por la cual se batió como leona. Al caer en el combate por el bronce, los ojos se le humedecieron, pero enseguida resplandecieron de alegría, convencida de haber dado todo por la victoria.
Su nombre no aparece entre los 15 atletas que al final aportaron preseas a la delegación cubana en la cita multideportiva; nadie, sin embargo, podrá ignorar el quinto puesto de esta santiaguera, quien, aun sin medalla, tocó la gloria olímpica.