Oria tuvo el pelo corto desde los cuarenta años. Siempre teñido de color caoba. Perfectamente peinado. Sin un pelo rebelde. Cuando cumplió 75 años se lo dejó crecer y no lo tiñó más. Bajo el sol, un día, Oria vio que el pelo le resplandecía y se imaginó que era como la plata.
Vive en La Habana, en el barrio El Husillo, en una zona de bosques tupidos donde pareciera que no hay casas, pero estas se esconden detrás de los árboles y de grandes cercas de zinc oxidado. Casi todos los que allí viven son del oriente del país, según Oria, gente obstinada, trabajadora y negociante. Hace tiempo ella se mudó para ese barrio alejado de la ciudad, que le recuerda el campo de su niñez en Pinar del Río. Siempre le ha gustado vivir rodeada de tierra y de verde.
Hay días que Oria tiene arranques de energía. Se levanta temprano y barre las hojas secas del patio. Guataquea la tierra. Riega sus hortalizas y sus “flores de muerto”. Trabaja duro y se queja del dolor de espalda. De sus piernas hinchadas. De que a su hijo Lázaro, con quien vive, no le gustan las plantas. De sus gatos que no cazan ratones y se pasan todo el día chillando por comida. De la gallina que no pone huevos porque no tiene nada que comer. De las ardillas que se comen las frutas. Luego la energía mañanera de Oria se va desinflando, y debe regresar a su cuarto y a su cama. Agotada. Adolorida. Entonces comienza a pensar. A preocuparse. No es en la vejez ni en la muerte en lo que piensa Oria. La falta de dinero y de alimentos es el tema principal de sus cavilaciones. En los años ochenta, con 120 pesos, mantuvo a sus dos hijos. Ahora, los 2100 pesos de su chequera de viuda no le alcanzan para casi nada.