Si hoy estuviera en La Habana seguramente estaría en El Rincón, haciendo fotos y más fotos a los fieles y peregrinos que acuden cada año al Santuario de San Lázaro a pedir milagros, sobre todo salud para ellos y sus seres queridos.
Pero estoy lejos de mi isla y toca recordar las muchas veces he estado allí un 17 de diciembre o la víspera, siempre en busca de alguna foto con mayúsculas, que prefiero no decir si logré o no. Toca recordar también a los amigos con los que compartí, los colegas y familiares, en especial mi padre, hijo de San Lázaro, que ya no está conmigo y tal vez se haya reunido con el bueno de Babalú Ayé en algún rincón del universo.
Por si me lee algún no cubano aclaro que a San Lázaro, el milagroso, también se le conoce como Babalú Ayé, en los cultos afrocubanos. O simplemente se le llama, de forma coloquial y cariñosa El Viejo. San Lázaro es uno y todos a la vez, cada quien lo adora y le pide desde su religión, pero con la misma fe en que oirá sus plegarias y, casi seguramente, obrará el milagro salvador.
Porque nuestro San Lázaro, ese al que le llevamos velas y flores moradas, al que acudimos vestidos con áspera tela de sacos de yute, no es un santo inerte. Nuestro querido Babalú Ayé es un tipo que “trabaja”. Dudo que le alcance el año para complacer todos los pedidos que recibe cada 17 de diciembre, desde todos los rincones de la isla. Pero resuelve, complace a sus fieles, los salva de enfermedades y desgracias y cada año la gente vuelve a confiarle sus más difíciles cuitas en busca de su ayuda milagrosa.