LA HABANA, Cuba. – “Angustiante”, así con esa palabra la joven Maray describe su vida en Cuba. No obstante, asegura que asistió al desfile de este Primero de Mayo porque “no le quedó más remedio”, aun cuando no hubo lo que pudiera definirse como una “amenaza directa” contra los trabajadores del centro de investigaciones donde labora, pero sí “recordatorios” de que la “integralidad” podía ser tomada en cuenta a la hora de seleccionar a los profesionales que viajan a talleres, congresos y cursos de superación en el extranjero.
También a mi vecino Jorgito, estudiante de tercer año de Medicina, le “recordaron” el modo nada “académico” como se otorgan las especialidades y ubicaciones laborales ya una vez graduados o en vías de hacerlo, de modo que este domingo, a las 2:00 de la madrugada, debió acudir al lugar donde los recogerían para llevarlos en ómnibus a la Plaza donde durante horas fueron contados y vueltos a contar varias veces como para que ninguno escapara, es decir, como ganado conducido al matadero.
“Es que después te sacan el sable de la integralidad, ya tú sabes”, se justifica el joven estudiante y hasta bromea con lo que fueran sus más profundos deseos de asistir a la marcha para, una vez frente a la tribuna, gritar cuanto desearía contra la dictadura si tuviera el valor de enfrentar las consecuencias: pero él, como la casi generalidad de sus compañeros de la universidad, solo quiere graduarse “tranquilamente” y lo más pronto posible aprovechar cualquier salida o “misión” en el extranjero para largarse.
Ni Jorgito ni su familia tienen recursos para emigrar, así que su estrategia personal de salvación es “portarse bien”, “cultivar” con grandes dosis de aguante esa “integralidad” que incluso a ratos asume como algo positivo (tanto así vamos de adoctrinamientos), y esperar a que un viaje al exterior le cambie el destino.
Escuchando a estos y a otros vecinos, amigos y familiares sobre sus razones para “cumplir” con el desfile del Primero de Mayo, la nula voluntad de negarse a hacer algo que no deseaban hacer, reparo una vez más en cómo han asumido en sus vidas el estado de terror como normal y, además, en cómo el régimen ha disfrazado y perfeccionado los modos en que lo cultiva en las personas sometidas, secuestradas, a tal punto que las convierte, casi “por voluntad”, en sus cómplices más “activos” y “efectivos”.
Cuando veo la Avenida Paseo, en La Habana, colmada de personas, a pesar del evidente descontento popular que se respira en los barrios, en las calles, en las guaguas, en las colas por alimentos, pienso entonces en la eficacia del terror y en la posibilidad de que jamás desaparezca de nuestras vidas. Y es que aquí vamos quedando apenas un montón de cobardes, todos secuestrados por un terror demasiado viejo, profundamente sedimentado en nuestros encierros, físicos y mentales. Un terror que, junto a los fingimientos, transmitimos de generación en generación como único legado en medio de tanta miseria.
Así, si algún “encadenamiento” han conseguido los llamados “continuistas” del castrismo (esos mismos que rezuman violencia cuando afirman que “van con todo” pero jamás “con todos y para el bien de todos”) no ha sido en la “productividad” sino apenas en el chantaje que mueve a unos y a otros (todos contra todos) a fingir fidelidades, lealtades, obediencias aunque solo hasta ese minuto en que la oportunidad de escapar los asiste.
De modo que los propios “aterrorizados” son quienes, con la aceptación —entre otras cosas igual de macabras— del parámetro de “integralidad”, contribuyen a difundir, implantar y perpetuar el estado de terror. (Y no intento desmarcarme de ese casi infinito de complicidad que para nada me fue ajeno).
La fastidiosa “integralidad”, en apariencias inofensiva, insignificante, pero que desde niños “configura” nuestro lugar en el sistema (adentro y afuera/a favor o en contra) y que no es otra cosa que la forzada y pocas veces bien recompensada actitud dócil, obediente que muestran el trabajador o el estudiante ante situaciones de terror político donde los derechos como seres humano son sepultados bajo tierra.
Pero es válido aclarar que no solo los que dependen de un salario estatal o quienes sufren el adoctrinamiento del sistema educacional en la Isla sucumben ante las estrategias de coacción y extorsión del régimen sino también (y de modo bien consciente) todo vago habitual, remesado “feliz” y delincuente que, mostrando lealtad al “sistema”, pretende que le permitan continuar intocable o pasar inadvertido en un contexto económico en crisis perpetua donde todos estamos obligados a delinquir en mayor o menor grado para continuar con vida (aunque sin rastro ni sombra de dignidad).
La “integralidad” que nos exigen, el fingir ser “participativos” y “entusiastas”, se convirtió hace mucho tiempo no tanto en una estrategia de supervivencia en nuestro entorno hostil sino más bien en el único modo de existir en una realidad dominada de arriba a abajo por el terror.
Y hoy, que con las sentencias abusivas a los manifestantes del 11J —algunos de ellos casi niños— ese estado de terror ha sido llevado a niveles nunca antes registrados en nuestra historia nacional, no confío demasiado en una inminente rebelión popular contra los excesos del poder, no cuando la gente huye en desbandada hacia la otra orilla, no cuando las prisiones se abarrotan de valientes, tanto como las calles y redes sociales de gente descontenta pero desmemoriada. No cuando se ha vuelto costumbre el vivir sometidos, incluso el morir bajo secuestro.
La historia de ese proceso político que algunos todavía se equivocan en llamar “Revolución” (quizás porque temen las consecuencias de nombrarlo “dictadura”) está aún por contarse, por escribirse y no es otra cosa que la historia del más grande, terrorífico y prolongado secuestro de todo un país.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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