La manta, la sobrecama viejita o la estera de yoga, sostenida por las manos de la madre, se despliega en el aire unos segundos antes de caer extendida sobre el asfalto. Entonces los niños saltan adentro con la emoción de haber subido a una alfombra voladora. Desde su lugar en la nave observan a los otros que van llegando, saludan a aquel amiguito de la escuela o del barrio y se comen las palomitas de maíz que les adelanta la madre. Permanecerán en el mismo lugar durante dos horas, pero su viaje fantástico comenzó un rato antes, cuando supieron que hoy también irían a ver una peli al parqueo.
Están en La Habana, en el lugar llamado La Puntilla, muy cercanos al mar. A sus espaldas hay un edificio destruido que es un poema para la vista, uno doloroso, de despedidas y de ocaso. El diente de perro, la arenga política en aquel muro, el salitre en el ambiente y las muchas personas, la mayoría gente joven, que llegan y ocupan los pocos espacios vacíos. Vienen en bici, en patines, en motos eléctricas o caminando solos o en grupo. Veo el abrazo efusivo y las sonrisas en todos. Uno que habla por teléfono dice a modo de saludo: «Parquéate, el mío».
Se reúnen, supuestamente, para disfrutar del arte, de la magia del cine a cielo abierto, pero desde atrás no se escucha el audio de la peli y, por muy estoicos que sean, no deja de ser incómodo estar sentados mínimo dos horas en el suelo. Así que hay algo más. Quizás los empodere revertir el uso habitual del parqueo o apoderarse del espacio baldío circundante. Viéndolos, recuerdo a los universitarios en el parque de Las Arcadas de Santa Clara, o en El Mejunje, reunidos alrededor de una guitarra los días de trova del Festival Longina. Es algo similar a cuando las hordas de frikis y de emos invadían la avenida G, en el Vedado habanero.
El niño mete la mano bajo la manta y quita una piedrecita que le pinchaba la espalda. Su hermana recostó la cabeza en las piernas de la madre. Con el papá conversaron hace un rato, vía WhatsApp. Le dijeron que hoy pondrían Moana y le volvieron a decir que sí, que estaban felices. Él les dijo que cuando llegaran los iba a llevar a un cine de verdad y la madre le dijo bajito, para que los niños no escucharan: «Me conformo con que estuvieras aquí ahora, aunque sea el rato que dura la peli». Después proyectaron el logo de los estudios de animación de Walt Disney en la pared del edificio y tuvieron que cortar: «Te llamo luego». «Mándame fotos, por favor. Cuídalos y cuídate. Te beso».
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