A mediados de los años setenta, el escritor y cineasta chileno Alejandro Jodorowsky soñaba con llevar al cine la novela Dune, escrita por Frank Herbert una década antes. Logró reclutar para su proyecto nada menos que a Orson Welles, Salvador Dalí y Mick Jagger como actores, a Pink Floyd y Karlheinz Stockhausen para componer la banda sonora y a los dibujantes Moebius y H.R. Giger (el tipo que luego diseñó Alien) para recrear el planeta Arrakis. Ciertamente, Jodorowsky había dirigido antes (su pieza La montaña sagrada de 1973 fue coproducida por John Lennon, fascinado por El topo, el trabajo previo del cineasta), pero nadie en Hollywood se arriesgó a apostar por él, y el largometraje de diez horas de duración nunca fue realizado. Lo que sí se realizó fue el documental Jodorowsky’s Dune (2013) de Kurt Stenzel, que nos relata los pormenores de la utopía. Menuda película habría sido…
En 1984, David Lynch lanzó su versión de la historia. Producida por Raffaella De Laurentiis (hija de Dino, leyenda italiana que financió muchos títulos de valía pero que desde los setenta había bajado considerablemente la guardia y desarrollado cosas como la Kink Kong [1976] de John Guillermin, Orca: The killer whale [1977] de Michael Anderson, la fatídica Flash Gordon [1980] de Mike Hodges y Conan the barbarian [1982] de John Milius), la pieza pronto se le fue de las manos al director, cuya libertad creativa fue prácticamente nula, y de una duración inicial que rondaba las ocho horas quedó reducida a poco más de dos para su exhibición comercial. La música corrió a cargo de Toto (sí, los de Hold the line) y Sting asumió (bastante mal, por cierto) el pape