Déjeme decirle que dejé inconclusa una discusión con mi marido. Él se la pasa navegando «en las redes virtuales de la discordia, de la incomprensión y de los odios», pero yo soy de «los discretos y salvadores atlantes de la Cuba que se empeña en seguir adelante», de «los que saben esperar las buenas noticias y siguen desgranando días en medio de la necesidad y de la resistencia inteligente», presta a escuchar a «los dirigentes que creen en el sacerdocio de su condición y caminan sobre los caminos del polvo, con calma y con paz, y que explican una y otra vez cómo andar mejor, pendientes de que la buena idea prenda, de que las flores salgan y rompan hasta las piedras del cerco».
Mi esposo dice que lo de «intercambiar opiniones y experiencias que contribuyan al mejoramiento de métodos y estilos de trabajo» es una curva para eludir la incompetencia de los que no mejoran sus métodos y estilos de trabajo. Yo lo refuto con lo que él nombra cuento y oigo en el Noticiero mientras espero la novela: que «solo trabajando aumentaremos el bienestar de las familias cubanas» para ir «dejando atrás el aura de la mala suerte». Que «es esa la respuesta que espera y debe dársele al país» en este «año de levantar», con «la convicción de que, entre todos, podemos sacar a Cuba adelante».
Se pone a sacar cuentas y me deja fundida. Me puso de ejemplo el central azucarero que tenemos cerca, «enfrascado en una compleja campaña». Según un periodista, «sus trabajadores, sin embargo, no renuncian