En la estrategia unitaria martiana no hallamos la sugerencia siquiera a la sumisión, en el actuar ni el pensar. Una de las preocupaciones centrales del Apóstol era lograr la estrecha coordinación de los elementos diversos que debían juntarse para llevar a cabo la obra común, para lo que era condición indispensable la coincidencia de los criterios esenciales que guiarían la acción.
Unidad, no unanimidad. «La unidad de pensamiento, que de ningún modo quiere decir la servidumbre de la opinión, es sin duda condición indispensable del éxito de todo programa político». [OC, t. 1, p. 424] Esta afirmación aparece en el periódico Patria pocos días después de ser proclamado el Partido Revolucionario Cubano, como advertencia a quienes pretendieran establecer, como requisito para su inclusión entre los patriotas activos, la subordinación a un pensamiento único, a la eliminación de toda diferencia o divergencia, en el largo camino hacia la fundación de la república independiente y democrática.
La concepción unitaria martiana tiene su génesis en el estudio del proceso revolucionario iniciado en Demajagua el 10 de octubre de 1868 por hombres íntegros, guiados por los más puros ideales, pero no exentos de contradicciones políticas, de pugnas por disímiles motivos, y hasta de casos de traiciones y deserciones de elementos que en ocasiones hicieron labor de espionaje.
Las conclusiones de Martí eran el fruto del análisis de los grandes acontecimientos, sin soslayar las alegrías y las dificultades de la vida cotidiana. No ponía límites a sus indagaciones, pues carecía de juicios previos acerca de las actitudes de las personalidades destacadas ni de los luchadores anónimos ante los hechos más diversos en que se vieron inmersos, lo que le permitió comprender la grandeza de quienes no solo lucharon contra el enemigo armado, sino además vencieron sus propias limitaciones.
No ponía límites a sus indagaciones, pues carecía de juicios previos acerca de las actitudes de las personalidades destacadas.
En el ejercicio de las libertades creadas en el campo insurrecto surgieron inevitables divergencias y controversias. Las relaciones entre Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte constituyen el caso ejemplar del enfrentamiento de opiniones dentro de un mismo sentimiento patriótico. Martí encuentra en uno y otro diferencias de carácter, de procederes, de actitudes, bondades y defectos ―de estos últimos, advierte más en el oriental que en el camagüeyano―, los consideraba hombres indispensables para el bien de la patria: «De Céspedes el ímpetu, y de Agramon