Aunque me torturaran, nunca podré decir la cantidad de veces exacta que viajé en los trenes sin pasajes. No lo hacía por maldad juvenil innata ni por carecer de los siete pesos que costaba el ticket a Santa Clara, sino porque comprarlo te consumía horas de vida en una cola tumultuaria y peligrosa donde tenías que poner en práctica toda tu resistencia física y emocional: gritar, fajarte, recuperar la calma y la presión arterial, para salir airoso.
Foto: Néster Núñez
A mí se me daba más fácil escabullirme hacia los andenes, esperar a que la ferromoza mirara hacia otro lado, escurrirme por una puerta cualquiera y ya arriba y con el tren en marcha, evitar a los policías e inspectores. Era un tipo de adrenalina más auténtica y satisfactoria. En última instancia, si eras sorprendido, tendrías que pagar el pasaje doble: catorce, casi quince pesos. Y la multa extra, veinte. Yo hacía quinientos a la semana con unos tabacos que compraba en Cabaiguán y revendía en Matanzas.
Foto: Néster Núñez
Regli, Yackelín, Liudmila, la Yula, la gente de Colón y de JagUey Grande estudiábamos Derecho, Psicología o algunas ingenierías en la universidad de Santa Clara. Viajar fue parte de nuestras vidas durante al menos cinco años. Viajar, rompernos por el camino, estar horas tirados al borde de la carretera oscura, pasar sed y hambre… Alguna que otra vez cada cual, seguramente, se planteó la posibilidad de dejar la carrera, pero nos recompusimos y seguimos adelante. Nos movía, más que todo, la esperanza, la idea de un mejor futuro, o quizá la inercia que arrastrábamos desde los años 80. Lo cierto es que no nos bajamos del tren, aunque, para decir la verdad, algunos preferían la guagua. Yo no. En las guaguas siempre me he sentido con la libertad coartada.
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