«Todo tiempo futuro tiene que ser mejor». Para Julio Antonio Mella la vida consistía en eso: una máxima —sencilla y complicada— que encierra múltiples dimensiones filosóficas y sacrificios conducentes a conquistas. Una ley de prosperidad espiritual similar a la de evolución natural de Darwin. Una lección de obsesión y esperanza.
Mientras unos, como rancios galeones sin elevar anclas prefieren hundirse en aguas pasadas, Mella clava su mirada en el horizonte y rema decidido hacia la gloria del porvenir. Y no hay fantasía en ello. Impaciente por el sueño diferido de los próceres e hinchado de nuevos anhelos, el muchacho va abriendo un frente tras otro, intransigente y animoso, sin dar señales de colapso ni conformidad. No solo es un poeta de la revolución sino un legitimador de la revolución.
«El corcel de la batalla espera enjaezado, partamos, no miremos hacia atrás; al arcaico y estéril Todo tiempo pasado fue mejor, ha sustituido el Todo tiempo futuro tiene que ser mejor, demostración efectiva de acción, de lucha; no hemos cambiado el sueño en el pasado por el sueño en el futuro, sino la lucha en el presente para hacer el futuro mejor.
»Una cosa ha sustituido a la otra, de la misma manera que el siglo XIX sustituyó al XV, como la juventud sustituye constantemente a la vejez cumpliendo la sabia sentencia de González Prada: Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra».
A fin de evitar lecturas tergiversadas, ahí está la sentencia en su contexto histórico y literario. Publicada originalmente entre noviembre-diciembre de 1923 en la revista estudiantil Juventud, la frase de 100 años ha trascendido en boca de generaciones de cubanos como cita fácil, muletilla de arengas triunfalistas o título manido de notas periodísticas en efemérides contadas; incluso ha sido aludida en la chota callejera en tono de añoranzas cruciales. Pero en concreto, menos interpretada como filosofía de vida, lo que conllevaría la aplicación de su esencia tal punta de lanza quijotesca para deshacer entuertos cotidianos, superar dogmas, proyectar planes coherentes y arraigar el sentido de progreso.
Monumento a Julio Antonio Mella ubicado a la entrada de la sede homónima de la Universidad de Oriente. (Foto: Oficina Conservador Santiago de Cuba)
Influencia y leyenda
Veinticinco años son demasiado poco tiempo para vivir… Sin embargo, a pesar de esa meteórica existencia, Mella se inscribe como figura apolínea en la historia nacional y en uno de los pesos pesados del movimiento izquierdista e intelectual de América Latina.
Para muchos de sus contemporáneos es una especie de chico prodigio, heredero de la estrella y la prédica movilizadora del Apóstol. Lezama lo magnifica como un dios de luz comandando al estudiantado contra los sables de una caballería represiva. Guillén lo idealiza derribando con flechas rojas el vetusto muro neocolonial. Pablo de la Torriente lo bautiza el Prometeo que abría las puertas del futuro. Marinello lo define «cubano hasta la médula —hijo afortunado de las dos sangres matrices que integran el pueblo de su isla—, fue como Martí, un caso sorprendente de superación de lo nuestro». Fidel rubrica que fue el que más hizo en menos tiempo.
Su vida es modelo de síntesis virtuosa. No solo es un renovador de los principales asuntos y desafíos de su época, también de los métodos para afrontarlos. Inicia su activismo en días de ebullición, organizando a las masas estudiantiles y sindicales en asociaciones dinámicas y lances subversivos. Bajo su faro se pasa de discutir tímidas reformas académicas a pensar en un programa político para la nación.
Es el gran anunciador de la Revolución del 30, fundador y paladín de la Federación de Estudiantes Universitarios. Gracias a su sensibilidad y empeño por la justicia social se inaugura la Universidad Popular José Martí; funda y dirige el Partido Comunista de Cuba, la Liga Antimperialista, la Liga Anticlerical, medios estudiantiles como Alma Mater. Tenía eso que llaman «ángel», madera de precursor. Y todo sin perder su aspecto de dandi intelectual, joven enamorado y apuesto, de seductora arrogancia.
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