El 10 de diciembre de 1898 los comisionados españoles y estadounidenses estampaban sus firmas en el denominado “Tratado de Paz entre España y Estados Unidos de América” que puso fin, oficialmente, al estado de guerra entre ambos países, iniciado en abril de ese año, cuando el gobierno estadounidense intervino militarmente en la contienda que los cubanos sostenían contra el régimen colonial hispano.
Con el acto de la firma concluía un largo proceso de gestiones diplomáticas comenzada mucho antes de que los negociadores se reunieran por primera vez en un salón del Ministerio francés de Negocios Extranjeros el sábado 1 de octubre de 1898. Con anterioridad, el 12 de agosto, se había firmado en Washington por el secretario de Estado de Estados Unidos, William R. Day, en representación del gobierno de su país y el embajador de la República francesa en la capital estadounidense, Jules Cambon, investido de plenos poderes por el gobierno español para que lo representara, un Protocolo de armisticio. El documento establecía que cada una de las partes beligerantes –entiéndase España y Estados Unidos- debía nombrar cinco comisionados para llevar a cabo conversaciones de paz y que estas se realizarían en la capital francesa.
El día fijado, después del intercambio de credenciales, la Conferencia inició sus labores. Ni cubanos, ni filipinos, ni puertorriqueños fueron invitados a que enviasen representantes al conclave donde iba a decidirse el destino de sus países y pueblos. La exclusión puesta en práctica por el general Shafter en Santiago de Cuba y por el almirante Dewey y el general Merrit en Manila tenía su continuidad en París. El gobierno de Washington no estaba dispuesto a permitir interferencia en sus planes imperialistas de expansión y el de Madrid se vengaba de sus antiguos súbditos prescindiendo de ellos. El Dr. Felipe Agoncillo, representante enviado por la recién constituida República Filipina, no fue admitido en la conferencia y los delegados españoles y estadounidenses hicieron caso omiso a su advertencia de que no serían válidas las resoluciones que se acordaran y que no reconocieran la independencia filipina.
Las condiciones en que España había aceptado el “alto al fuego”, impuestas por los estadounidenses, y la actitud de estos en la ocupación de Santiago de Cuba y Manila hacían presagiar que las negociaciones de una paz definitiva no darían a España otra opción que no fuese la de liquidar, en favor de Estados Unidos, los restos de su imperio colonial.
Una cosa estaba clara, aún antes de que se iniciaran los trabajos de la conferencia: Estados Unidos tenía las riendas de la situación y podía obtener todo lo que quisiera; mientras que España estaba derrotada militarmente, indefensa y en bancarrota financiera. En esas circunstancias, más que un convenio, el mencionado Tratado fue el “diktat” del vencedor.
Desde la primera reunión de la Conferencia de Paz, la parte estadounidense dio a conocer su posición inflexible respecto a la ocupación de Cuba y la cesión de Puerto Rico. La representación española dirigió entonces sus esfuerzos a traspasar a Estados Unidos, junto a la soberanía sobre Cuba, la denominada “deuda cubana” (obligaciones financieras suscritas por España con