LA HABANA, Cuba. — La Constitución establecida por el castrismo en 2019 —y a la cual yo, para diferenciarla de sus predecesoras, que eran fidelistas, le aplico el adjetivo de “raulista”— contiene múltiples disposiciones destinadas a ganar adeptos entre los despistados que, desconocedores de las terribles realidades de la Cuba actual, la analizan desde la óptica de las sociedades libres y democráticas en las que ellos viven.
Es el caso de la nueva regulación de los derechos fundamentales, que es bastante más “potable” que la que aparecía en las antiguas superleyes fidelistas. No es que el ciudadano común esté realmente empoderado o amparado por esas normas novedosas; simplemente parece estarlo. Y esto se les antoja más que suficiente a los jerarcas del poder y a algunos tontos útiles que estudian el tema desde la lejanía.
Entre los planteamientos de la “Constitución raulista” que carecen de sustento en la realidad de los hechos podemos mencionar la declaración de nuestro Estado, reino de la arbitrariedad y la imposición, como un “Estado socialista de derecho”, o la de su artículo 3: “En la República de Cuba la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo”.
Otra cosa bien diferente es cómo ejercen esa supuesta “soberanía” los ciudadanos. El tramposo sistema electoral cubano no les permite a estos últimos votar por el Presidente de la República. Y, en las “elecciones” de diputados, las “comisiones de candidaturas” seleccionadas desde el poder nominan a un número de aspirantes igual al de las curules a cubrir, lo cual garantiza la “elección” de todos y cada uno de los nominados.
En el caso de los delegados municipales del Poder Popular (es decir, de los concejales) sí puede hablarse de una elección. Aquí la trampa radica en otro sitio: las nominaciones se hacen a mano alzada en reuniones de vecinos. Esto, en un estado-policía como Cuba, implica la casi segura nominación de candidatos no enfrentados al régimen. Desde que en 1976 se establecieron las elecciones de este tipo, alcanzan los dedos de las manos para contar, de entre las decenas de miles de ciudadanos que han sido candidatos, los que merecen el calificativo de opositores.
En vista de las posibilidades prácticamente nulas que ofrecen los procesos comiciales castristas, al “soberano” sólo le quedaba el llamado proceso de “rendición de cuentas”. En un período fijado a nivel nacional, se celebraban reuniones del delegado municipal con sus electores. En ellas, estos últimos podían plantearle al primero sus quejas sobre la marcha de los asuntos públicos.
Debido al ínfimo nivel de esos encuentros, las reclamaciones de los vecinos solían centrarse en asuntos de interés puramente local; cualquier protesta sobre las políticas generales de nivel nacional (si las hubiere) podría ser conjurada con un pretexto fácil: esos asuntos rebasaban la competencia de un simple concejal; este carecía de posibilidades para influir en decisiones del Estado.
Pero he aquí que, apenas cuatro días antes del inicio del actual proc