LA HABANA, Cuba. — Rafael recuerda con nostalgia, y casi saboreándose, los días de su infancia en pleno Período Especial, cuando llegaba a su casa hambriento, después de horas de mataperrear, y se iba directo a la cocina, agarraba un pan, abría el tambuche de azúcar y sobre la masa espolvoreaba tres, cuatro, cinco cucharadas del dulce. Se lo comía en un santiamén, lo desatascaba con un vaso de agua y de nuevo a mataperrear.
Me cuenta su historia porque reconoce que sus dos hijos están pasando hambre. “Ellos no lo dicen, y se conforman con lo que su mamá y yo podemos darles; pero cuando me pongo a comparar, me doy cuenta de que ellos tienen menos de lo que tuve yo, y eso me parte el corazón”, lamenta.
Rafa compra diariamente una bolsa de pan que le cuesta 250 pesos. Trae ocho panes pequeños, de esos que hay comerse dos para sentirse más o menos satisfecho. Destinan cuatro al desayuno de la familia y los otros cuatro a la merienda de sus hijos en la escuela, dos para cada uno.
“Podría ser uno para cada uno y así ahorramos algo; pero aguantar con un pancito en el estómago el día entero no es fácil. Nos da lástima. A veces mi esposa y yo no desayunamos para que ellos tengan merienda cuando vengan de la escuela porque llegan ‘fachaos’ (con mucha hambre)”, afirma.
La historia de Rafa y su mujer se multiplica en miles de hogares cubanos, donde los mayores optan por pasar h