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Para la prensa cubana, Hu Shuli es una pregunta y una respuesta

Hu Shuli es una emprendedora dentro de la industria de los medios de comunicación chinos que ha sido reconocida internacionalmente por coberturas arriesgadas dentro del controlado ecosistema de prensa de su país.

Ewan Osnos, escritor de no ficción en The New Yorker, habla de ella en su libro China, la edad de la ambición como mujer astuta y con recursos para mantenerse en la carrera. Actualmente Hu Shuli es directora de Caixin Media, que se presenta en su página web como un grupo de medios de comunicación dedicado a ofrecer noticias financieras y empresariales a través de publicaciones periódicas, contenidos en línea, aplicaciones móviles, conferencias, libros y programas de televisión y video.

Colegas suyos están en las cárceles por informar de manera independiente, pero Hu Shuli no. Caixin Media crece y sigue dando primicias, no hay suceso importante que sus periodistas no cubran sin que falte la sensación de un destape. La idea del Periodista es seguir la trayectoria de esta colega y tratar de responder, sin caer en teorías conspiratorias, esta pregunta: ¿A qué se debe la permanencia en activo de Hu Shuli?

En 1978, finalizando la Revolución Cultural de Mao Zedong, Hu Shuli consiguió una plaza de periodismo en la Universidad Popular de Beijing. Al graduarse en 1982 fue destacada a Xiamen como corresponsal de la publicación Diario de los Trabajadores. Xiamen era un laboratorio administrativo donde el Partido Comunista Chino (PCCh) observaba las potencialidades de una alternativa de desarrollo económico que incluyese el libre mercado.

Hu Shuli se sentía en su elemento entre los funcionarios que constituían el poder de aquella provincia. Describe Osnos que llegó a conocer a muchas personas del ayuntamiento y que cada cierto tiempo jugaba bridge con el alcalde de la ciudad, un cuadro asignado por el PCCh.

Ella misma era hija de una familia de destacados comunistas. Su madre había sido editora principal del Diario de los Trabajadores en Beijing; su padre fue un traductor que vivió clandestino en China hasta el triunfo de Mao.

En 1978, en medio de las reformas de mercado que impulsaba Deng Xiaoping, Hu Shuli consigue una beca de cinco meses en los Estados Unidos. Allí se topa con un panorama de prensa radicalmente diferente: un periódico era diez o veinte veces más grueso que en China. En Minnesota dedicó toda una noche a leer uno de los diarios locales.

Al regresar a su país en 1989, la revuelta estudiantil de Tiananmen la agarra del lado de las demandas contra las reformas de mercado de Deng Xiaoping y el curso liberal que había tomado el país.

La noche del 3 de junio el ejército recibe órdenes de enfrentar y controlar a los indignados usando la fuerza. El Estado chino reconoció, según The Tiananmen Papers, unos 200 muertos entre manifestantes y curiosos, más de 23 bajas entre efectivos de la policía y el ejército, unos 5 000 heridos en las tropas represoras y 2 000 heridos entre los locales (contando estudiantes, gente de la ciudad y alborotadores).

Hu Shuli, con sentimientos encontrados por ver a compatriotas luchando unos contra otros, sale a la calle a tomar nota de lo que sucede. De regreso a su oficina tiene un dilema, un imperativo moral. Osnos cuenta que se dice a sí misma: “Tendríamos que informar sobre esto”.

Tanto en La edad de la ambición como en su texto The Forbbiden Zone, para The New Yorker, Ewan Osnos conjuga “tener” en condicional; “tendría” enuncia un terreno de duda y soledad ante un dilema. Aunque en ese tiempo verbal Osnos podría estar aportando su visión occidental sobre China, la conducta de Hu Shuli en lo adelante respaldará la actitud que este le atribuye.

En 1989 la orden del PCCh fue sepultar activamente el tema de las protestas de Tiananmen. Aún hoy, según los analistas de Occidente, es un tema silenciado. Se conoce más afuera de China que dentro.

En Cuba pasa algo similar con los sucesos del 11 de julio de 2021, cuando miles de personas se lanzaron a las calles de todo el país pidiendo libertad, dando mueras al Partido Comunista (PCC) e insultando al presidente de la República. De forma oficial se reportó un muerto a manos de un policía sin informarse que recibió un disparo por la espalda, lo que contrasta con testimonios recopilados por el medio independiente Inventario.org. Por declaraciones a medios independientes, se estima que durante las protestas cientos de jóvenes detenidos en estaciones de policía y cárceles fueron sometidos a tratos violentos, palizas ejemplarizantes y sesiones de gritar consignas políticas contra su voluntad. Tales métodos no fueron reconocidos ni condenados ejemplarmente por las autoridades, quienes actuaron de forma discreta, como si el argumento estatal fuera: “estos tratos hubo que asumirlos como profilaxis, hubo que mostrar firmeza, fue doloroso pero necesario”.

Algunos reporteros que contaron lo que vieron en Tiananmen en 1989 fueron despedidos o desterrados a las provincias. Hu Shuli fue detenida y luego liberada (a otros participantes les fue peor); la suspendieron de servicio, pero solo por año y medio.

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En las imágenes que nos llegan de Tiananmen, en plena protesta prodemocracia, hay jóvenes con cintas en la frente y pancartas de tela escritas tanto en chino como en francés e inglés. Los mensajes en idiomas occidentales provienen de una circunstancia específica: las fotos fueron tomadas durante la visita de Mijaíl Gorbachov a China el 15 de mayo de 1989. Los estudiantes mostraban sus demandas ante un millar de periodistas extranjeros. Aprovechaban la cobertura internacional para crear presión sobre el Gobierno, que intentaba desde hacía una década integrarse a la economía global para resolver el desabastecimiento interno y lograr la sostenibilidad de la solución socialista.

El programa del mandatario soviético en Beijing tuvo que modificarse. Buena parte de las actividades se vieron afectadas con cambios de locaciones y retrasos en reuniones de alto nivel. Gorbachov no pudo ingresar a la plaza Tiananmen a entregar una ofrenda floral en el Monumento a los Héroes del Pueblo, ni entrar en la Ciudad Prohibida, ni hacer la conferencia de prensa en el Gran Salón del Pueblo, como estaba previsto. Los estudiantes, fuerza organizada que había promovido las manifestaciones, tenían las calles cerradas y la plaza ocupada desde hacía un mes.

Gorbachov era vitoreado por los manifestantes como el visionario que estaba salvando al sistema. Sus medidas en la URSS parecían audaces y “completas”, pues su propuesta de reforma económica del socialismo (Perestroika) iba a la par de la reforma política (Glásnost). Justo eso era lo que demandaban los estudiantes.

La visita en sí representaba un renacer. Constituía un hito en las relaciones chino-soviéticas luego del distanciamiento entre el fallecido Mao Zedong, líder histórico de la Revolución china, y la URSS, pero estaba siendo eclipsada por las manifestaciones, que pronto comenzaron a ser incluso más interesantes que Gorbachov. Era una nueva era, vibraba una juventud esperanzada y con ánimos de generar espacios de participación.

Las protestas, por su contenido, coincidían con la inmanencia del líder soviético, pero no estaban directamente relacionadas con él. El 15 de abril de ese año había muerto Hu Yaobang, un ex primer secretario general del PCCh. Al saberse la noticia, cientos de estudiantes se reunieron de forma espontánea en la plaza Tiananmen a depositar flores en su honor.

¿Pero quién era Hu Yaobang? En Cuba es difícil imaginar a miles de jóvenes alborotando las calles por rendirle homenaje a un dirigente comunista. Hu Yaobang había capitalizado algo de empatía al respaldar a jóvenes y trabajadores que pedían reformas políticas como plena libertad de expresión y democracia. Parecía vivir en el sentido común que practicaban los jóvenes ilustrados en las universidades. Hacía legítimas unas angustias que miraban de forma muy crítica las soluciones de Mao y su manera de adaptar al país la doctrina comunista.

Hu Yaobang venía del grupo de reformadores acusados de revisionismo que combatió Mao durante el periodo de nivelación ideológica conocido como Revolución Cultural. En él se emprendió una contraofensiva dirigida a refutar los cuestionamientos que había dejado el ambicioso Gran Salto Adelante, plan para convertir a China en una potencia productora de acero, que fracasó y dejó al país paralizado y sumido en la hambruna. Pero el viejo dirigente también intentaba adelantarse a una posible destitución. Los aires de revisión que llegaban de la URSS eran alarmantes. El secretario general del Partido Comunista Soviético, Nikita Kruschev, había criticado de forma directa las purgas de Stalin, y luego él mismo fue destituido por su comportamiento impulsivo, improvisador y poco sistemático.

El aura renovadora y crítica de estas noticias soviéticas era contagiosa en el mundo socialista, del mismo modo en que ciertos virus atacan solo a una especie animal. Mao le hacía culto al legado de Stalin y Lenin, pero consideraba que el socialismo soviético estaba condenado al fracaso. Su plan intentaba blindarse contra estos gérmenes autodestructivos: cerró universidades y movilizó un ejército de Guardias Rojos para localizar y condenar a quienes portaran signos de democracia occidental.

Con la muerte de Mao en 1978 y el encarcelamiento posterior de algunos de sus colaboradores más cercanos (la llamada “Banda de los Cuatro”, entre los que estaba su esposa), resurgieron de las sombras los cuadros que habían sido separados de la vida política.

Hu Yaobang, restablecido, apoyó el plan de reformas económicas de Deng Xiaoping, que liberalizó la economía china hasta llevarla a la potencia que es hoy. Pero fue obligado a renunciar en 1987 luego de una protesta prodemocracia ocurrida un año antes, criticado por laxitud a la hora de controlar las necesidades de cambio inmediato en los jóvenes. Los estudiantes concentrados en Tiananmen gritaban que esa destitución había sido la causa del ataque al corazón que lo había matado.

El 18 de abril de 1989, los estudiantes se sentaron frente al Gran Salón del Pueblo y entregaron siete demandas confeccionadas sobre la marcha, las cuales contenían el espíritu que los había llevado a identificar a Hu Yaobang como vehículo de sus insatisfacciones:

  1. Reevaluar a Hu Yaobang, especialmente en relación con su visión prodemocrática.
  2. Renunciar a la Campaña de Liberalización Antiburguesa (1987) y a la Campaña Anticontaminación Espiritual (1983) ―ambas impulsadas por Deng, que se cuidaba tanto de las ideas de derecha como de los “nostálgicos” de extrema izquierda― y rehabilitar a todas las personas procesadas en ambas.
  3. Revelar los salarios y otras riquezas de los líderes gubernamentales y sus familias.
  4. Permitir la publicación de periódicos no oficiales y detener la censura de prensa.
  5. Aumentar los salarios de los intelectuales y los gastos educativos del Gobierno.
  6. Rechazar los “Diez artículos provisionales que regulan las marchas y manifestaciones públicas”, promulgados por el gobierno municipal de Beijing.
  7. Proporcionar cobertura noticiosa objetiva de la manifestación estudiantil en los periódicos oficiales.

Para el 22 de abril fue organizado el funeral oficial de Hu Yaobang en el Gran Salón del Pueblo, al oeste de la plaza Tiananmen, pero dejaron a los estudiantes fuera. Desde el día anterior se estima que 50 000 alumnos de veinte universidades marcharon hacia la plaza para el homenaje. Reclamaban protección policial, garantías contra ajustes de cuentas y su derecho a asistir a la ceremonia enviando representantes. En la madrugada del 22 unos policías se desplegaron para evitarles el paso al Gran Salón del Pueblo, frente a cuya entrada se habían reunido en la mañana unos 100 000 jóvenes.

El corolario de esta secuencia fue una dramática súplica de tres estudiantes que pidieron en vano dialogar con el primer ministro Li Peng, partidario del vector conservador dentro del PCCh. La escena que describe el profesor Dingxin Zhao en The Power of Tiananmen. State-Society Relations and the 1989 Beijing Student Movement da cuenta del modo en que los estudiantes ―y acaso nuestra Hu Shuli― sentían el proceso de cambios:

Sosteniendo la petición sobre sus cabezas, los tres estudiantes lloraban y suplicaban ver a Li Peng. Varios funcionarios del Gobierno intentaron recibir la petición, pero los tres estudiantes se negaron. Insistieron en que Li Peng debía salir él mismo a buscar la petición.

Después de un rato, Wuer Kaixi [otro manifestante que se había abierto paso hasta allí] se puso de pie con un gran amplificador electrónico en la mano y dijo: “Soy Wuer Kaixi. Soy Wuer Kaixi”; repitió la misma oración hasta que gradualmente los estudiantes se calmaron. Luego prosiguió: “Hoy, nuestros alumnos han permanecido en la plaza más de diez horas sin tomar alimentos. ¿Qué queremos? Hemos pensado en muchas cosas, pero ahora tenemos un solo pensamiento y demanda: que le supliquemos a nuestro Primer Ministro que salga y hable con nosotros aunque sea con una sola frase”.

Wuer dijo entonces, como si suplicara: “Primer Ministro nuestro, ¿por qué todavía no sales?”. Las emociones de los estudiantes estaban hirviendo. Toda la plaza resonó con: “¡Sal, Li Peng! ¡Sal, Li Peng!” “¡Diálogo! ¡Diálogo!” Los estudiantes corrieron hacia la policía. La policía y los estudiantes se empujaban unos a otros. Toda la situación se volvió casi incontrolable. Entonces Wuer Kaixi se destacó nuevamente. Pidió a los estudiantes que se calmaran y anunció que Li Peng los vería en quince minutos. Los tres representantes todavía estaban arrodillados allí y los estudiantes estaban esperando, pero Li no salió como Wuer había dicho que haría. Todos los estudiantes se sintieron muy insultados. Los estudiantes gritaron: “¡Regresen, representantes! ¡Regresen, representantes!”

Algunos incluso gritaron “¡Abajo Li Peng!” Muchos lloraron como bebés. Los estudiantes se fueron muy decepcionados, muchos prometieron boicotear la clase cuando regresaran a sus universidades.

Aunque casi un mes después lograron una audiencia con Li Peng, este concluyó en la misma reunión que el país estaba sumido en la anarquía y que había que defender los logros del socialismo.

Deng había prometido cambios políticos que demoraban, pero cambios al fin y al cabo, que concebía no a la manera de una democracia occidental. Los cuatro pilares que enunciaba en su discurso no incluían la palabra democracia. Se referían a sostener la vía socialista, la dictadura del proletariado, la dirección del PCCh y una especie de trinidad ideológica que formulaba como: marxismo-leninismo-pensamiento de Mao Zedong.

Sus reformas intentaban dar un paso atrás, crear espacio para fundir las bases del socialismo, del mismo modo en que el socialismo constituía un paso atrás para fundir las bases del comunismo.

Las reformas de Deng en la agricultura crearon un excedente de mano de obra que emigró en masa hacia las ciudades, donde se incrementó el cinismo, la ley del más fuerte, la delincuencia y el crimen organizado. La fiebre de la riqueza se percibió también entre funcionarios y cuadros del Gobierno y el PCCh. Era una China que se iba acomodando a los nuevos paradigmas del desarrollo y la productividad.

El 26 de abril de 1989, Deng Xiaoping instruyó un editorial al Diario del Pueblo, órgano oficial del PCCh, donde acusó a algunos manifestantes de instrumentalizar la memoria de Hu Yaobang para fines contrarrevolucionarios. Deng, de 85 años en aquella fecha, estaba retirado formalmente del poder político, pero aún dirigía la Comisión Central Militar, a la que se subordinaban directamente las Fuerzas Armadas.

Zhao Ziyang, primer secretario del PCCh, jalaba en dirección contraria. Estaba a favor de los estudiantes, a los que elogió y llamó “patriotas” en sus intervenciones. También se declaró a favor de una cobertura periodística de los acontecimientos tal cual sucedían. En una de sus comparecencias reveló que Deng aún dirigía el país, algo que se interpretó como una indiscreción importante, como un modo de quitarse responsabilidad de encima y apoyar el curso de los hechos.

Zhao, que había sufrido en carne propia el retroceso y las consecuencias de la era Mao, dijo el 10 de mayo que “el único remedio para los problemas económicos de China [era] la reforma política. Esta [debía] basarse en la creación de un sistema legal y el desarrollo de la democracia”.

La prensa oficial también pedía transparencia dentro de su propio sector. En The Second Chinese Revolution, Eugenio Bregolat, diplomático español destacado en Beijing durante los sucesos, describió como “efecto bola de nieve” la manera en que se incorporaban a las manifestaciones trabajadores, funcionarios, estudiantes incluso de la Escuela Central del Partido y masas urbanas. “Se sumaron delegaciones de la CCTV (Televisión Central China) y varios periódicos ―entre ellos el Diario del Pueblo (órgano del PCCh y principal medio impreso del país)― con pancartas que proclamaban ‘No creas lo que escribimos. Publicamos mentiras’ y ‘No escribimos el editorial del 26 de abril’”.

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Algunos reporteros que contaron lo que vieron en Tiananmen en 1989 fueron despedidos o desterrados a las provincias (Ilustración: Emilio Cruañas [Emii]).

Varios autores creen que las manifestaciones se extendieron más de la cuenta, sobre todo tratándose de un país autoritario. Duraron semanas porque hubo confusión y divisiones entre altos dirigentes chinos, plantean.

No sabían si establecer un diálogo o usar mano dura. Según el editorial del Diario del Pueblo encargado por Deng Xiaoping, no se pretendía dialogar con ninguna fuerza que no reconociera al PCCh como este se concebía a sí mismo. Esto es: como una fuerza superior, eterna, suficiente y sin contrapesos. Se trata del principio de que en el partido comunista culmina la lucha de clases porque el proletariado triunfa como clase social, decretando la igualdad y disolviendo el antagonismo abierto entre clases. El partido comunista, el proletariado y el pueblo son una misma cosa, y todo lo que se les oponga es ipso facto una fuerza enemiga, una clase extraña y contraria a la vieja clase de oligarcas que regresa transfigurada a reconquistar sus antiguas propiedades y su sistema de dominación.

Luego de la partida de Gorbachov, el Gobierno se enfocó más en el tratamiento de la crisis. Mientras miles de estudiantes arribaban a Beijing desde varias provincias lejanas para acompañar las protestas, el primer ministro Li Peng declaró una ley marcial.

En los informes de The Tiananmen Papers se percibe que el sentir general entre los altos dirigentes fue la contención en cuanto al uso de la fuerza. Los hechos de sangre que se dieron fueron en gran medida fruto de provocaciones de los manifestantes cuando arrojaron piedras contra el Ejército.

Recordemos que entre esos estudiantes, intelectuales, perturbadores, olores a gas y a pólvora, estaba Hu Shuli, quien sufrió detención, fue liberada y luego cumplió una medida de separación del periodismo durante un año. Si fuéramos a explicarnos por qué duró tanto la decisión de emplear la violencia contra los manifestantes, podríamos arriesgar la hipótesis de que el dilema de Hu Shuli, expresado en una oración condicional, podría haber asaltado también a los dirigentes chinos: “Tendríamos que hacer algo para controlar la crisis”, o “Tendríamos en lo político que hacer algo que no se parezca a la liberalización de la economía”.

Li Peng fue el cuadro comunista de más alto rango que defendió la mano dura. Se le conoce como el promotor de la masacre; sin embargo, los informes indican que él ordenó marchar contra los manifestantes sin derramamiento de sangre. Se usó la estrategia del Ejército de insertar una gran cantidad de soldados vestidos de civil en Tiananmen para cargar y amordazar a cada manifestante si fuera necesario.

Pero esta táctica anti derramamiento de sangre o humanitaria no promovería un entendimiento entre los bandos enfrentados, sino que restablecería la autoridad de un poder negado a reconocer elecciones libres, a perder su total y perpetuo control del país. Cargar con cada manifestante sin exterminarlo equivale a embutirle una bola de trapo en la boca. No sería, por ejemplo, negociable la opción de desmantelar el PCCh, recurso normal y típico de una democracia occidental.

Este problema que enfrentó el PCCh pudiera explicarse según la dialéctica con que el historiador  Tocqueville analiza la Revolución francesa. Observa François Furet que para Tocqueville “la sociedad francesa del siglo XVIII había llegado a ser demasiado democrática para lo que conservaba de nobiliaria, y demasiado nobiliaria para lo que tenía de democrática”.

Parafraseándolo, diríamos que la sociedad china de los sucesos de Tiananmen había llegado a ser demasiado democrática para lo que conservaba de comunista, y demasiado comunista para lo que tenía de democrática.

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Mientras miles de estudiantes arribaban a Beijing para acompañar las protestas, el primer ministro Li Peng declaró una ley marcial (Ilustración: Emilio Cruañas [Emii]).

El Periodista cree que el dilema de Hu Shuli durante las protestas de Tiananmen —qué hacer, cómo divulgar la brutalidad percibida en la calle— encaja en el ecosistema político cubano y en el imaginario sentimental tanto de colegas de los medios oficiales como de los reporteros independientes.

El 11 de julio del 2021 se disparó una manifestación local en San Antonio de los Baños, pueblo de tierra roja y fértil del occidente de Cuba a 35 kilómetros de La Habana. La motivación inmediata fue protestar contra cortes de electricidad, falta de alimentos, inflación y deficiencias del sistema sanitario en general, duramente golpeado por la pandemia de COVID-19.

En tiempo real se fueron divulgando, a través de las redes sociales, noticias consecutivas de nuevos focos de protestas por todo el país. Ninguna consigna mencionaba al bloqueo económico impuesto por los Estados Unidos, como espera siempre el poder político cubano, sino que lo inculpaba a él, el Partido Comunista, por ser responsable de todos los males.

Muchas personas fijan el antecedente de este hecho en varias protestas que tuvieron su epicentro en un grupo de artistas del Movimiento San Isidro (MSI) y las performances contestatarias del artista Luis Manuel Otero Alcántara. Luego de una huelga de hambre allanada por la policía política en la sede del MSI en noviembre de 2020, un grupo de más de 300 personas se plantó ante la sede del Ministerio de Cultura reclamando mediar por los artistas encarcelados y pidiendo un diálogo, que fue rechazado poco después bajo el mismo criterio que Deng Xiaoping había expuesto en el editorial del 26 de abril de 1989: no se dialoga con enemigos de la revolución.

El 11 de julio el Periodista estuvo en los lugares de las manifestaciones de Santiago de Cuba, al otro extremo del país. Su actitud ante los hechos no fue diferente a la de Hu Shuli. También se dijo: “Tendría que informar sobre lo que está sucediendo”. Su uso del condicional abarcaba varios vectores que tiraban entre sí: (a) la obligación de llevar un informe objetivo del acontecimiento, que intuía histórico, (b) el peligro de ser enviado a la cárcel por informar, aunque (c) también tiraba de él un compromiso con el proyecto de justicia social que parecía desmoronarse en las calles por un sostenido abuso de poder que duraba ya décadas.

Su forma de pensar estaba condicionada para llegar a un momento dilemático. Aun así, prevaleció el imperativo de informar y una alegría que el Periodista apenas pudo contener al ver a tantas personas gritar lo que muchos callaban. Si bien en Santiago de Cuba fueron manifestaciones pequeñas y sofocadas con facilidad durante toda la tarde, lo más importante, el gran movimiento, ocurrió en el plano simbólico.

De un respeto absoluto y unánime a las autoridades, de un silencio frágil de mausoleo, se pasó a gritar expresiones como “Libertad”, “Patria y Vida” ―en sustitución de la principal consigna del fallecido líder Fidel Castro: “Patria o Muerte”―, e insultos directos al presidente Miguel Díaz-Canel.

La novedad fundamental radicaba en la expresión abierta de los sentimientos. En palabras y frases que ya vivían entre la gente, las que desde hacía como mínimo dos décadas se escuchaban en conversaciones cotidianas, aunque no se supiera hasta qué punto podrían liberarse en grandes espacios públicos.

Mientras el Periodista escuchaba a los manifestantes corear consignas, sentía con asombro que enunciados como “abajo el comunismo” arruinaban el barniz que el poder había untado sobre las cosas. Parecían blasfemias que arrebataban la santidad de cada objeto colocado allí para la liturgia.

No escatimaba en imágenes y por eso, por ser él mismo un testigo, el Periodista no cree gratuito enumerarlas: las pancartas con retratos de dirigentes, el parque, los árboles, las fachadas, la calle eran objetos sumidos en inmanencias, en una forma de concebir la política que rozaba lo sagrado, y derivaban en objetos de fe, equivalentes de los íconos, el presbiterio, los reclinatorios, el atril, las estaciones del viacrucis.

Al Periodista la consigna principal de los partidarios del poder le parecía honesta y con base. Gritar “las calles son de los revolucionarios” brotaba de un dolor auténtico que implicaba orfandad. Era como si aleccionaran a los manifestantes: “¡¿No se dan cuenta de que las iglesias son casas de Dios, casas para fieles? ¿Cómo osan blasfemar aquí?!” A lo cual estos respondían, reconociendo el sentido de su estar-allí, que, evidentemente, las calles eran de todos, tanto de esos “revolucionarios” como de ellos; que en definitiva celebraban la libertad de blasfemar. Los primeros parecían vivir en un sueño; los segundos, que ya habían despertado de ese sueño.

Entre los manifestantes se hablaba en términos de “el pueblo despertó”. Estaba llevándose a las calles un ensayo de lo que ya ocurría en las redes sociales. Se perdió momentáneamente el miedo a decir, aunque no se conquistó el derecho a decir, porque los obstáculos, las barricadas del poder no estaban presentes, pero se estaban organizando.

Para el Periodista, el 11 de julio de 2021 hubo un movimiento, una transgresión inscrita en una dimensión verbal. Un movimiento que no se puede menospreciar, porque para el poder autoritario decir implica hacer. Decir implica movilizar, envalentonar a más personas a decir y a pasar a dimensiones superiores de la acción, como destruir tiendas, estatuas y edificios sagrados.

Para el mando de la revolución, el decir en su contra implica una peligrosa desacralización, como cuando en la Revolución francesa los pobres “liberados” cargaron contra los nobles porque no entendían que concentrasen tantas propiedades luego de haber perdido el halo sagrado que los amparaba.

No fue toda la sociedad, sino una parte, mayormente los jóvenes, quienes estuvieron ese día en las calles de Santiago de Cuba. El sentimiento que prevaleció fue la alegría, la euforia.

Al ver que se trataba de un hecho contagioso que se extendía mediante las redes sociales, y que las imágenes en movimiento encendían en individuos de otras provincias la necesidad de manifestarse, el mando superior del Gobierno articuló una respuesta compacta: ordenó un apagón masivo de internet en el país. Era una opción a la mano, pues la única empresa de comunicaciones que opera en la Isla le pertenece.

El Presidente llamó a los “revolucionarios” (partidarios del Gobierno) a enfrentar a los manifestantes, pero al menos en Santiago de Cuba el Periodista solo vio a policías uniformados o de civil, constructores de la fábrica de cemento Moncada, mujeres de la Federación de Mujeres Cubanas (de 50 años como promedio). Las fuerzas de choque no eran precisamente el pueblo acudiendo de forma espontánea, sino fuerzas convocadas mediante estructuras burocratizadas.

En La Habana se reportaron saqueos de tiendas, intercambios a pedradas entre autoridades y  manifestantes, palizas en la calle, en estaciones de policía y en cárceles a donde fueron llegando en masa los detenidos.

Todo parece indicar que, tal como sucedió en Tiananmen, las fuerzas del orden tenían indicaciones de combatir a los manifestantes y dar un escarmiento, pero sin usar armas de fuego (aunque se reconoció un fallecido en La Habana, Diubis Laurencio).

En los medios de comunicación oficiales se generó un discurso ambiguo que absolvía y condenaba a los manifestantes. Al tiempo que acusaba a los Estados Unidos de estimular la protesta, tenía momentos autocríticos; señalaba a los que salieron a reclamar lo mismo como mercenarios que como revolucionarios “confundidos”.

En los días posteriores al 11 aconteció una serie de detenciones en todo el país a presuntos cabecillas y saqueadores en cada sitio donde hubo manifestaciones. En unidad operativa de todos los centros de trabajo, se orientaron guardias obreras previendo ataques de manifestantes.

La respuesta del Gobierno no se dilató como en Tiananmen. Nuestros líderes no parecían confundidos, y si hubo algún tipo de reconocimiento autocrítico desde el poder, fue tan corto que se interpretó como una maniobra retórica para aplacar los ánimos antigubernamentales. Es cierto que quizá la represión inmediata, en pleno apagón digital, evitó un posterior derramamiento de sangre, pero como señalamos antes, esta táctica no hizo más que afianzar la naturaleza autoritaria y paternalista que se le achaca al Estado cubano, al PCC, sea cual sea el lugar donde se tomen las decisiones.

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El grupo en el poder usó sobre el 11 de julio no solo las fuerzas represivas, sino todas las instituciones sin excepción, dígase empresas, centros docentes, organizaciones de masas oficiales, ninguna de las cuales goza de autonomía económica ni política y son supervisadas tanto en tiempos ordinarios como de excepción.

La disposición combativa, la unidad de acción que mostró el Gobierno ese día y los siguientes responden a un principio genético del Estado cubano. Sus dirigentes se ufanan de la unidad lograda, pero la naturaleza de esta, el método con el que se la alcanza, el precio que se paga por ella, acaso tienen relación con las consignas de libertad que se gritaban en las calles. Se trata de un tipo de unidad apuntalada, de represa, que es moneda corriente en Cuba tanto como lo fue en la antigua URSS. Véase La Revolución Rusa, un panfleto escrito en 1918 por la célebre comunista Rosa Luxemburgo luego de una visita a la Rusia de Lenin:

“Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que solo queda la burocracia como elemento activo. Gradualmente se adormece la vida pública, dirigen y gobiernan unas pocas docenas de dirigentes partidarios de energía inagotable y experiencia ilimitada. Entre ellos, en realidad dirigen solo una docena de cabezas pensantes, y de vez en cuando se invita a una elite de la clase obrera a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los dirigentes, y aprobar por unanimidad las mociones propuestas ―en el fondo, entonces, una camarilla, una dictadura, por cierto, no la dictadura del proletariado sino la de un grupo de políticos […]”.

Rosa Luxemburgo no hizo una profecía, sino un ejercicio de sentido común. Para el Periodista parece una breve radiografía del proceso digestivo por el cual se realiza la unidad socialista cubana. En el mismo texto describe, grosso modo, el método por el cual se supera o extirpa la necesidad de elecciones generales, libertad de prensa, lucha de opiniones, y las consecuencias de tal método. No se extingue sola esta necesidad, como el volátil alcohol sobre las superficies, sino mediante métodos blandos como la persuasión propagandística o la educación escolar, y otros duros como el miedo y la vigilancia permanente: “Los decretos, la fuerza dictatorial del supervisor de fábrica, los castigos draconianos, el dominio por el terror, todas estas cosas son solo paliativos. El único camino al renacimiento pasa por la escuela de la misma vida pública, por la democracia y opinión pública más ilimitadas y amplias. Es el terror lo que desmoraliza”.

Al Periodista le parece interesante que el método comunista de conseguir la unidad no haya innovado mucho desde inicios del siglo XX. No le parece muy sofisticado alcanzarla por el ejercicio de la fuerza. Quizá sea un método que no permite innovación alguna, que porta el germen de su destrucción. La Rosa Luxemburgo de ese análisis concluiría que una buena parte del 11 de julio cubano fue directamente provocada por la entropía que genera tal régimen de unidad y no por fuerzas exteriores.

Lo importante en estas citas para el Periodista es confirmar que en el terror, en la persuasión, en la evitación del debate, en la censura y la autocensura (como confinamiento último) triunfa un menoscabo de la opinión y la energía individuales, que no desaparecen o, mejor dicho, que están presentes pero en ausencia.

Donde hubo “vida pública”, donde hubo lucha y bullicio, ahora hay paz y silencio. Pero este silencio no es un fin, no es borrón y cuenta nueva. Es más bien un encogimiento, un repliegue hacia un refugio, hacia una oquedad donde apenas hay interlocutores, hacia un espacio donde el único interlocutor es el individuo consigo mismo.

El trabajador en la fábrica soviética, el ingeniero de la fábrica cubana, el custodio, el mecánico, la secretaria de la destartalada sede de los Comités de Defensa de la Revolución ―organización de masas más numerosa de Cuba― tienen algo que decir sobre la carestía de la vida y el vacío de las consignas, sobre los éxitos productivos que anuncian en los noticieros y que no mejoran sus vidas. Quieren hablar, saber el porqué de las cosas, pero se lo callan. No solo quieren decir, también desean construir algo por sí mismos y ser dueños de su existencia, pero lo subliman. Este vaciamiento, esta re-concentración lejos de lo público, esta culpa que provoca maldecir por dentro remite a un tenso vacío en la polis (espacio político, comunidad). La necesidad de hablar y construir en la polis no desaparece: se encoge dentro del individuo.

El resultado de este repliegue no es un vacío hueco, sino una “plantilla inflada”: recursos humanos abundantes al tiempo que improductivos. Los pasillos de la polis no están inflados de aire, sino de personas que aportan fidelidad política y lastre económico a la par de una corrupción generalizada, enfocada en nivelar las carencias que provoca la precaria planificación a base de prohibiciones y uso de la fuerza. Como la plantilla inflada apenas produce, se asemeja a un cuerpo que se devora a sí mismo e innova una nueva ética, donde el trabajador “inflado” genera una moral en la que puede hurtar recursos del Estado sin dejar de sentirse “revolucionario” o “comunista”.

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El 11 de julio el Estado cubano dispuso de sus recursos humanos (Fuerzas Armadas, Policía, organizaciones de masas, centros laborales) y los movilizó para apagar la proliferación de focos de rebeldía. Aunque esta convocatoria no salió con la misma espontaneidad que demostraron los que se manifestaban libremente en las calles, la unidad burocrática inmediata fue más poderosa y resistente, como lo es una red de araña, cuyos hilos desplegados en trama son en definitiva más fuertes que las poderosas alas del escarabajo atrapado.

Este cierre de filas institucional, con años de práctica burocrática sistemática y sin fisuras en la escalera de mando ni divisiones ni insubordinaciones, fue tan rápido que llegó antes al proceso de liberación de la polis en el fuero interno de los individuos. El contagioso afán de participación apenas se extendió en las plantillas infladas.

En contraste, el despliegue de la polis fue más extensivo durante los sucesos de Tiananmen, pues el desarrollo de una conciencia política crítica con el legado de Mao y el comunismo llevaba años desplegándose en China, sobre todo entre los estudiantes. El propio proceso en la plaza Tiananmen se extendió durante casi tres meses, porque incluso entre los dirigentes del PCCh estaba extendido dicho malestar.

La tesis de la lucha de facciones en la cúpula del poder chino en 1989 suele ser una conclusión frecuente entre analistas norteamericanos que vienen de una tradición liberal muy fuerte. Tal parece que les cuesta comprender el mundo de otra manera. Pero este argumento es desmentido por analistas de origen chino más a tono, por un lado, con una cultura milenaria ―con el precedente del culto a la obediencia propio del pensamiento de Confusio―, y por el otro, con el culto comunista a la unidad.

Quizá no fue una pugna por el poder entre facciones bien configuradas lo que demoró el uso de la mano dura en Tiananmen, sino un despliegue de la polis en los propios dirigentes, que en ese momento ―muerto Mao― se esforzaban por resolver el tour de force de una economía de mercado dentro de una ideología comunista que tiende por sí misma a reprimir y contener el desarrollo. Estos dirigentes no buscaban destruir el socialismo, sino mejorar las condiciones de vida de las masas, superar la mácula de la hambruna provocada por el método científico de Mao, etc.

Que en Cuba el despliegue de la polis apenas haya durado dos días ofrece un diagnóstico que debe tenerse en cuenta para profetizar algún futuro cambio político en la Isla. Esto es, que no hay cambio posible si la polis no se despliega por igual ―subrepticiamente, sin dolor, con optimismo y aires honestos de renovación― entre los ciudadanos que componen el poder político y la sociedad civil. Cuando alguien en Cuba dice la popular frase “esto no lo tumba nadie” es probable que tenga razón. Ese “nadie” remite a un Otro que nunca podrá tener más potencia de razonamiento que uno mismo. La necesidad de cambio, que implica mejorar las condiciones de vida de todos, debe ser general, o mayoritaria, para que algo pase no en favor de un sistema o una tesis filosófica o una causa abstracta, sino en favor de las condiciones de vida de los cubanos.

Durante los sucesos de Tiananmen sucedió algo que condicionó el enfriamiento del movimiento prodemocracia: 800 millones de campesinos chinos no movieron un dedo ―como observa Eugenio Bregolat―. Las reformas de Deng, según declaró en un discurso en 1985, no eran principalmente en Beijing ni en las ciudades, donde ya había una proliferación de grandes edificios, sino en el campo. Allí habían logrado mejorar las condiciones de vida de un 90% de la población.

En esos años se habían eliminado los topes de precios en los productos agrícolas. Los campesinos se enriquecían, los productos concurrían cada vez más al mercado del mismo modo que subían de precio, y esto angustiaba la vida de los habitantes de las ciudades, donde las empresas estatales ineficientes provocaban el deterioro de los servicios públicos y, en general, de las condiciones de vida. Estos fueron los obreros que se sumaron a las protestas de Tiananmen.

Con el despunte definitivo de la economía china, el beneficio llegó a las ciudades y a los obreros. La propaganda del PCCh y el control sobre los medios de comunicación aprovecharon cada avance para incentivar el nacionalismo y debilitar el efecto de las críticas. Las brazas de libertad de Tiananmen se enfriaron. La fórmula económica impulsada por Deng Xiaoping y el PCCh les dio algo a cambio a los chinos: desarrollo económico, mejores condiciones de vida, capacidad de consumo, que volvió menos urgente la repoblación de la polis.

La fórmula del Partido Comunista de Cuba no ofrece nada parecido hoy que sea comparable a lo que ya ofrecía a cambio el PCCh en el momento en que Hu Shuli miraba la represión de Tiananmen y se decía a sí misma: “Tendríamos que informar sobre esto”. La frase en condicional de Hu Shuli ―hija, nieta y sobrina de comunistas― podría sopesar también los progresos económicos que ya eran palpables, netos, en las audaces reformas de Deng.

***

A partir del 11 de julio el Estado cubano optó por extender las amenazas que ya ejercía contra críticos y opositores, y las mostró abiertamente en las calles. Se hicieron visibles los métodos que entrevió Rosa Luxemburgo en las fábricas soviéticas con el fin de vaciar y encoger la polis en los individuos.

En general, el sistema político cubano volvía a desplegar la misma estructura de cohesión y de unidad forzada que provocó el desorden del 11 de julio. Se restableció la estructura burocrática cuyo ahuecamiento llama a ser repoblado incluso por los mismos que la habitan.

La trayectoria posterior de Hu Shuli, que el Periodista abordará en un segundo texto, puede ayudarnos a comprender cómo gestionó ella y el PCCh una forma de repoblar ese espacio vaciado luego de los sucesos de Tiananmen. Este sería uno de los tantos caminos posibles que podría tomar el panorama de medios en Cuba.

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