Sumergidas en la oscuridad, unas veinte personas esperan en la cuadra de la tienda del reparto El Roble, en Guanabacoa. Algunas están sentadas en el contén de la acera. Otras duermen sobre cartones desplegados en el suelo. Se cubren con varios abrigos y colchas que han traído de sus casas. La noche se ha vuelto madrugada y, en estos días, ha habido récord de bajas temperaturas en el occidente cubano.
Cuando por fin llegue la mañana, se armará la cola para repartir los tiques numerados que ordenarán la compra del pollo que entró la tarde anterior. El grupo de 20 se convertirá en uno de más de 60. Cada persona pasa la noche marcando para tres, cuatro o hasta cinco compradores más. Algunos son familiares, vecinos o amigos… otros, desconocidos a quienes les venderán uno de los turnos por los que pernoctaron.
Sentada en el concreto frío de la acera, envuelta en cobijas, Alicia refunfuña en voz baja: “Aquí hay gente que ni le toca comprar en esta tienda. Ya yo he tenido broncas por eso. Si tú eres de otra bodega, ¿qué haces aquí? ¡Vete a inventar para donde te toca a ti!”.
Alicia
Alicia, hecha un ovillo sobre el suelo con las colchas, parece un insignificante bulto con una cabeza de cabellos finos y largos pero, una vez de pie, mira a casi todos desde su altura por encima de la media. Ser alta también la hace lucir delgada, y el pantalón y la blusa ceñidos aumentan el efecto.
Sus hombros, abdomen y piernas de músculos con poco volumen pero fibrosos remiten a una etapa en la que intentó ir al gimnasio y tener el cuerpo masculino “perfecto”, y que finalizó en el Servicio Militar, cuando se reconoció a sí misma como mujer transexual.
Alicia vive a cinco cuadras de la tienda, en el tercer piso de lo que se ha convertido en un pequeño inmueble familiar, después de ser la casa de su abuela, relativamente amplia. Con el tiempo dio paso a un segundo nivel donde se alzó la vivienda de su madre, más estrecha, y por último a un tercero en el que ahora está la suya: un cuartico en bruto, a ladrillo desnudo y con lonas colocadas para tapar los huecos de dos paredes sin terminar.
***
Son casi las tres de la tarde y Alicia comienza a prepararse para su faena nocturna. Toma una pequeña mochila con asas de cordón y guarda en ella un pomo de agua y un pozuelo plástico con algo de comida. Un poco de arroz, rodajas de tomate y algunas masas de pollo deberán alcanzar para resistir hasta mañana.
Pone a cargar el celular. Se sienta en una silla de hierro para descansar un rato. Cruza una pierna sobre la otra y posa las manos sobre la rodilla. Sus uñas largas y rosadas, perfectamente arregladas, contrastan con el desgaste precoz de su dentadura de 23 años.
—Yo soy desempleada, así que tengo que inventar para ganar dinero —dice con una sonrisa a medias que sugiere más orgullo que tristeza.
Estudió hasta noveno grado; luego pasó un técnico medio al que asistió tanto que ni siquiera recuerda cuál era su materia. Después del Servicio Militar, experimentó la vida nocturna habanera durante un tiempo impreciso del que no habla mucho y que le dejó como secuela la seropositividad. Mostró un ligero interés en la peluquería pero nunca fructificó y, ahora, sobrevive de cola en cola y gracias a la venta de la leche en polvo que recibe por su enfermedad.
Comenzó en esto de las colas con la pandemia de COVID-19. Andaba lo mismo por la tienda El Roble que por la del cercano reparto Chibás, a veces por El Triunfo, cerca del parque de Guanabacoa, o por cualquier otro establecimiento en el que supiera que iban a sacar algo bueno, principalmente pollo, detergente, aceite… Productos de primera necesidad.
Ella compraba, se quedaba con una parte para sí misma y revendía lo demás. Esto le reportaba ganancias básicas pero suficientes, que le costaban largas caminatas y noches sin dormir. Todo por tener los productos indispensables en la casa y, además, hacer algo de dinero.
Después, las medidas indicadas por el Gobierno municipal le impidieron seguir su ritmo habitual. Desde entonces la posibilidad de comprar en determinada tienda se asigna por la bodega en la que cada consumidor aparece registrado.
Además, los productos principales están normados. Por ejemplo, en núcleos de hasta seis personas nada más es posible adquirir al mes un paquete de pollo de aproximadamente cinco kilogramos, dos paquetes si hay entre siete y 12 personas y así sucesivamente. Para hacerlo, es obligatorio presentar en la tienda la libreta de abastecimiento, en la que apuntarán la compra como garantía de que ese núcleo de consumidores no volverá a acceder al producto antes del plazo permitido.
—Ya no puedo vender lo que compro, porque no me alcanza ni para mí. En mi casa tenemos dos libretas: una para mi abuela y mis dos tíos, y la otra para mi mamá, su marido y yo, que también vivo con mi pareja. Con un paquetico de pollo al mes, ¿qué me va a alcanzar?
De todos modos recoge su mochilita, dobla dos colchas que guarda en una bolsa de tela y sale rumbo a la tienda. Aunque necesite quedarse con lo que compre para sobrevivir, en las colas siempre puede aparecer la oportunidad de sacarle algún dinero a algo.
La cola
En El Roble había varios puntos de venta estatales: dos quioscos de TRD que hoy no existen; un Cupet que quedó medio destruido por el tornado de 2019 y es una ruina abandonada, cubierta de vegetación; y la tienda para la que ahora se hacen las colas.
El mercado consiste en el área que delimita un cuadrado de mampostería con una placa muy gruesa que hicieron hace unos cinco años. Las ventanas abrirían hacia afuera pero las enrejaron. Cuando hace calor, la mayor parte del año, es agobiante permanecer dentro.
Alrededor de las cuatro de la tarde, aún se están haciendo las últimas ventas del día. Faltan muy pocas personas por comprar. Sin embargo, en la esquina hay otra cola que comienza a tornarse numerosa.
Alicia saluda a sus conocidos. Pide el último. Deja la mochila y las colchas en el suelo y se sienta en un trozo de acera resquebrajada, bajo la sombra de un árbol. Mejor no cansarse desde temprano. La espera será larga.
La cola que se está armando a media tarde es para comprar mañana. Todos los días es así. Solo varía la cantidad de personas en dependencia del producto que haya o que se sepa que vaya a entrar temprano al día siguiente. De alguna manera, casi siempre se sabe qué va a entrar.
Hay personas en shorts, chancletas, camiseta… La tarde no es muy fría, pero se espera que la noche sí lo sea, así que otros vienen listos con sus pantalones y abrigos amarrados a la cintura.
—¿El último? —grita un recién llegado.
—Yo —le responde Alicia. Y vengo con cuatro personas —le advierte.
Después explica, en voz baja:
—Lo que todo el mundo hace ahora es marcar para cuatro o cinco personas. Tampoco puedes decir diez, porque no te lo aceptan; pero sí hay gente que dice, por ejemplo: “Yo vengo con cuatro y voy detrás de alguien que no está ahora aquí, pero viene con cuatro también”. Mentira, es un invento, pero ya tiene nueve turnos además del suyo. Por la mañana empieza a llegar gente, antes de que repartan los tiques, y alguien te compra esos turnos.
“Antes era más barato, pero ahora mismo un turno no baja de 100 pesos. Y si es pollo, por ejemplo, o algo que esté muy perdido, puedes vender cada uno en 150 o hasta 200 pesos”.
Alicia no es la única de su cuadra aquí. Sus vecinos de al lado también están en “el negocio”. Son una señora de más de 70 años, con su hija de alrededor de 50 y sus dos hijos. Como son muchos, suelen ganar más que quienes lo hacen en solitario.
Además de la venta de turnos, han recogido varias libretas de abastecimiento. Cada uno puede comprar con dos. Los dueños auténticos de las libretas las prestan para la compra y luego le pagan a quien haya hecho la cola o dividen los productos a la mitad.
Esta familia siempre tiene algo para revender. Alicia se queja de que la última vez le ofrecieron dos paquetes de picadillo, que en la tienda cuestan poco más de 30 pesos, a 120 pesos cada uno, un precio supuestamente preferencial para ella por ser su vecina. Los paquetes de pollo los tienen a 400 pesos, casi el doble del precio estatal.
Al doblar de la tienda hay un edificio enorme que antes era una fábrica y hace unos años fue convertido en albergue. Deben habitarlo unas cuarenta familias. Lo llaman “el Quilombo” y algunos de sus habitantes también forman parte de la “élite colera” de la zona. Se mueven en grupo, tienen representación en todas las colas y suelen conseguir los primeros puestos.
La cola tiene sus líderes, sus personajes tipo, su propia forma de operar que solo entienden quienes conocen su dinámica interna a golpe de práctica y entrenamiento. Es un ecosistema en el que el simple comprador es el último eslabón de una cadena alimenticia que no se ve a simple vista. Alicia vendría siendo una pequeñísima comerciante que nada entre peces gordos y siempre se logra llevar un bocado del “banquete”.
La noche
Cuando el sol se va, no todos se quedan. Algunos suelen irse a sus casas y dejar a algún vecino o familiar cuidando los turnos durante la noche. Hay barrios en los que se ha logrado articular un sistema más o menos organizado en el que le toca quedarse a una persona distinta cada vez.
Quien esté solo sí está casi obligado a mantenerse durante la noche junto a los vendedores de turnos, que nunca abandonan su posición. Entonces la cola se convierte en una extraña mezcla entre un campamento aburrido y una fiesta callejera.
Algunas personas se mantienen sentadas en el suelo, scroleando su celular o dormitando a ratos. Quienes viven más cerca traen de sus casas sillas o taburetes para intentar tener un mínimo de comodidad. Una ráfaga invernal me enfría el rostro y me acerca un olor a tabaco quemado que penetra la tela fina del nasobuco y me llena los pulmones.
Susurros aislados y las notificaciones de los teléfonos móviles son el fondo de la conversación a todo volumen de un grupo de mujeres del Quilombo con Alicia y sus vecinos. Se llevan bien. A pesar de ser, de alguna forma, rivales comerciales, entienden que habrá botín para todos y priorizan las buenas relaciones.
Para entonces todos han comido algo, sea porque trajeron pozuelos o porque fueron a su casa unos minutos y regresaron. Las mujeres del Quilombo sacan lo mejor de la noche: dos botellas de ron para compartir. Abren la primera. Echan un chorro a tierra para los santos. El aroma del alcohol recién destapado se une al del cigarro y al de la yerba húmeda por el rocío naciente.
Las mujeres del Quilombo, Alicia, sus vecinos y otros pocos invitados se bajan los nasobucos hasta el cuello, toman del mismo vaso, conversan, se divierten… Hasta que la madrugada avanza y el cansancio los va venciendo.
Durante la noche, pasa una patrulla dos o tres veces como mínimo. Cuando se escuchan las gomas raspando el asfalto y aparece el carro blanco en medio de la oscuridad, el alcohol desaparece, los nasobucos suben y, los que no están dormidos, se mantienen en silencio y alertas. Solo las cigarras se atreven a sisear por encima del motor del vehículo, que va con lentitud, como una criatura nocturna que cela su territorio, con la mirada de todos sobre sí, hasta que dobla la esquina y desaparece.
Ahora se trata de un ritual normal, rutinario, pero Alicia recuerda que antes, cuando la pandemia estaba en su punto álgido, sí era “divertido”.
Había toque de queda de nueve de la noche a cinco de la mañana y, si atrapaban a alguien en la calle durante ese horario, le imponían una multa de hasta 2 000 pesos.
La cola se hacía de todos modos “y hasta con más ganas”, por el riesgo y la adrenalina. Había que entrar a portales o pasillos cercanos a la tienda, buscar la mayor oscuridad posible y quedarse quieto mientras fuera posible.
A veces se escondían en sitios muy evidentes, pasaba la patrulla con las luces encendidas y se formaba el correcorre. También había vecinos que sentían algún movimiento y salían gritando o llamaban a la policía. Otros cobraban por pasar la noche en sus portales o garajes. 50 pesos por persona.
Alicia terminó en la estación de policía una de esas noches. Se había eliminado el toque de queda, y a pesar de que conservaba los reflejos de esa etapa, estaba de pie, conversando, y no sintió la patrulla acercarse. Cuando la escuchó la tenía casi encima. Tuvo el impulso de salir corriendo para esconderse. Uno de los policías se bajó del carro y la persiguió; el otro los siguió en el vehículo. La atraparon. La llevaron a la estación. Ahí se enteró de que habían intentado allanar una casa cercana a la tienda y su talla y peso coincidían con la descripción del sospechoso. Pasó la noche detenida.
—Ahora pasan, te ven y no hacen nada —dice extrañamente decepcionada.
La venta
Desde alrededor de las cinco de la mañana comienzan a llegar personas pidiendo el último, pero no es hasta que sale el sol, luego de las seis, que llega el grueso de la gente. Los nuevos, los que dejaron a alguien cuidando sus turnos y regresan, los amigos que estos traen y cuelan… En cuestión de minutos, la cola supera los cien integrantes. Quien llegue a partir de ahora correrá serio peligro de no lograr comprar en el día.
Entonces los coleros empiezan a actuar, con medida, porque no pueden “regalarse y pregonar que venden turnos”. Según su código, se aproximan a algún conocido: “Oye, tengo un turno, ¿te interesa?”, luego a otro y así.
Una mujer saluda a uno de los vecinos de Alicia y le pregunta directamente por un turno. Hay quien los conoce y no anda con rodeos. Él “está lleno”, pero no hay problema, llama a una de las mujeres del Quilombo y le consigue turno enseguida. Quizá se lleve alguna comisión.
Llegan los organizadores y piden orden para repartir los tiques.
La cola, ese animal disperso en la noche, comienza a tomar forma con el día. Al colocarse unos detrás de otros, la fila se alarga de manera inesperada. Ocupa toda la cuadra, dobla y baja por una loma de pavimento accidentado.
Alicia ha podido vender tres turnos. Le quedan dos, porque a ella aún no le toca volver a comprar pollo, así que puede vender también el suyo. Se coloca en la cola, con la esperanza de que lleguen compradores de último momento.
Nadie llega. Igual podría coger el número y después proponérselo a alguien, pero tendría que pasar más tiempo en la cola y está cansada. Se aparta del grupo y se aleja, conforme con sus 400 pesos y algo.
Ahora dormirá y por la tarde, si tiene ganas, volverá a la faena. Si no, regresará mañana. Al final, la cola es un mecanismo que no se detiene nunca.
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