El pasado domingo, Día Internacional del Teatro, halló los escenarios de nuestro país en plena reanimación, gracias al proceso de control de la pandemia. Se ha podido palpar durante los últimos meses y, como vórtice de la celebración por el 27 de marzo, la Nave Oficio de Isla; un espacio bastante reciente, nacido en las riberas del puerto capitalino, bajo el liderazgo de Osvaldo Doimeadiós, quien firma dramaturgia y puesta en escena de Luz.
La palabra de Sigfredo Ariel, entrañable poeta, amigo y coterráneo, cuya muerte nos sacudió en 2020, es el material sobre el cual se levanta el espectáculo. El director, junto a la narradora Laidi Fernández de Juan, ensambla los poemas del autor de La luz, bróder, la luz con la banda sonora que este amó, defendió y promovió, «la de los mismos discos», tan amplia y diversa como nuestra música y la universal.
Es así Luz un concierto teatral muy particular, lejano por derecho del culto al paradigma Broadway, y otro desmentido a la inexistencia de teatro musical en el país. Clave resulta, al efecto, el desempeño de la Banda de Música de Rancho Boyeros, conducida por Daya L. Aceituno, batuta musical general del montaje.
Múltiple como Sigfredo, versátil como Doimeadiós, el espectáculo se manifiesta en su fecundante libertad. El guía echa mano a una participación actoral de varias procedencias: distintas escuelas de actuación del país, humorismo, danza, televisión; algunos más veteranos, muchos jóvenes.
La imagen es sencilla y frontal, quizá porque el concepto de la puesta en escena aspira a que nosotros, espectadores, acomodados frente al dispositivo escénico, nos miremos en un espejo a través de secuencias y cadenas de acciones que nos muestran a los cubanos en el tiempo. Flashazos de la cotidianidad, no de la épica, construidos desde los estímulos ocultos en los versos del poeta y en las melodías en cuyas notas nos reconocemos siempre. Poemas y canciones envuelven al receptor en una atmósfera habitada por su memoria cultural. Es la de Ariel y la de todos; cada cual tendrá su duelo con los recuerdos y recibirá la estocada de su color. Un hilo conecta en el tiempo los textos de cualquier origen, mientras se teje el pasado con el presente.
Al también dibujante y pintor le habría gustado ver sus ilustraciones agrandadas en la pared, escuchar como lloran los lirios y las azucenas, disfrutar al joven parecido a Barbarito Diez, e imaginar al bolerista cantar en plena calle durante las parrandas de Camajuaní, volver a las calles de Santa Clara y de La Habana, y registrar su topografía de olores, imágenes, personas y personajes, acariciar anhelos («la vuelta de Doris de la Torre»), conversar con Virgilio y Lezama en la imaginación de su propio texto, o, simplemente, navegar en el curso de las «canciones de la trova vieja».
También desde angustias y dolores con los que cargamos, el montaje dialoga con el fortísimo 2021. Luz es un reclamo contra «las penas que a mí me maltratan», pero no nos matan, a las cuales contrapone el afincarse en lo nuestro más profundo e ir más allá de que «la vida es un sueño y todo se va». Y es un inmenso deseo de amor, siempre presente en el poeta, por la creación, por la amistad y por la tierra venerada: Cuba. A la isla en peso le dice, le canta «¡Cuenta conmigo!» porque «en medio de la casa, crece el árbol».
Cuando cae, bellísima, la tarde de La Habana sobre su bahía, divisable a través de los ventanales de la Nave, Luz despide otra función. Se consuma cada vez la nueva travesía de encuentro entre la comunidad creativa y su público. Luz de festejo de la poesía y del teatro, posibilidad siempre abierta, como nos atestiguó Sigfredo, bajo cualquier cielo del país.