David Beckham es un gran futbolista inglés. Tiene 46 años. Comenzó a jugar profesionalmente muy joven en el Manchester. Se jubiló a los 38. Pasó por el Real Madrid y allí aprendió a chapurrear español. Ahí me enteré de su nombre. Es medio negociante y medio judío. Su abuelo materno era judío.
Acaba de firmar con Qatar un jugoso contrato para las relaciones públicas por 277 millones de dólares. El acuerdo incluye que promocione el campeonato mundial del 2022, pero será por una década. Se jugará en Doha, la capital de Qatar a fines de este año. Se espera que Beckham estimule el turismo. Es socio de Jorge Mas Santos, el hijo del difunto Jorge Mas Canosa, en todo lo que tiene que ver con el fútbol.
Cuando se enteró Peter Tatchell, el activista de los Derechos Humanos radicado en el Reino Unido (en realidad nació y creció en Australia, donde fue candidato a diputado por el Partido Laborista), lamentó que Beckham, por dinero, prestara su nombre y bien ganado prestigio, a mortificar a las personas LGBTQ, vinculándose a un gobierno que tiene en su código penal condenas de hasta cinco años de cárcel contra dos adultos del mismo sexo que consientan en tener relaciones sexuales.
Sin embargo, Beckham tiene un problema mucho más grave con el Departamento de Estado. Especialmente, cuando se ha visto la enorme importancia que hoy se le da local, nacional e internacionalmente a la política de sanciones por las repetidas violaciones de la ley. En este caso, se trata de un delito severo que Estados Unidos y otras naciones civilizadas se toman muy en serio: “Human trafficking” (tráfico de personas), como se desprende del libro de Conchita Sarnoff (Trafficking), centrado en el caso de Jeffrey Epstein.
Eso incluye prostitución infantil, importación de inmigrantes ilegales, y contratación de personas en régimen de semi esclavitud. Con el agravante de que los dos primeros delitos los propician y cometen delincuentes solitarios (por ejemplo, los coyotes), o mafias que luchan despiadada y encarnizadamente por establecer un territorio, mientras el tercer delito lo realizan encorbatados ejecutivos de estados interesados en hacerse favores ideológicos, o por simple y brutal corrupción, o por una suma de los dos elementos, contraviniendo los acuerdos firmados en el seno de la Organización Internacional del Trabajo.
Le llaman “The Cuban Hospital of Qatar” y no hay exageración en ese nombre. Los más de 400 médicos, enfermeros y técnicos que operan la institución son cubanos. ¿Por qué son todos cubanos? ¿Quizás para vigilarlos mejor? ¿O para que no exista un testigo “extranjero” de que violan las leyes? La primera ruptura de las normas es que todos han tenido que entregar los pasaportes al “compañero que se ocupa de la Seguridad”. Eso está totalmente prohibido. Allí se le conoce por “Manolo el de la Seguridad”. Es un nombre falso. Pudiera ser “Felipe, Carlos o Agustín.”