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Ucrania, la guerra ajena

Ucrania libra ahora una guerra ajena, es usada literalmente como escudo humano de ambiciones terceras. (Foto: Konstantín Mijalchevski / Sputnik)

El mundo puede estar sacando ahora mismo conclusiones equivocadas: Rusia no tiene absolutamente nada contra los ucranianos, ni siquiera contra Ucrania, sino contra los que libran una guerra en nombre suyo y desde su territorio. No es obra de la casualidad: los medios occidentales, acostumbrados al monopolio de la información, han preparado todo para que parezca exactamente lo que parece ser.

Cuando abrió sus brazos para recibirnos como a los primeros cubanos que estudiábamos en la provincia de Crimea, de la península del mismo nombre, Ucrania estaba muy lejos de ser el blanco de bombas y metralla que es hoy. Habitada por gente pacífica y hospitalaria, no mostraba señales de posiciones nacionalistas, esas que, según sabríamos después, afloraron en la recta final de la Gran Guerra Patria, cuando ciertos sectores del país apoyaron el nazismo.

Parte indispensable de la otrora Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la tierra donde nos formamos como profesionales era, por así decirlo, la que más fuertes lazos de hermandad sostenía con Rusia y, aunque en Cuba nos habituamos a llamar rusos a todos los que habitaban el gigante multinacional, existían particularidades asociadas a las etnias, con costumbres e idiomas específicos que no parecían mellar la existencia de una ideología bastante homogénea ni el empleo de un idioma común.

Fue en ruso que se escribió la inmensa mayoría de las obras literarias que hicieron grande aquella porción geográfica situada entre Europa Oriental y Asia Central. Jamás en la URSS se prohibió el uso de ninguno de los idiomas de las repúblicas que la componían. Sin embargo, podía percibirse desde entonces, sobre todo entre grupos de jóvenes, cierta preferencia por la moda y hasta por el estilo de vida occidental, algo no exclusivo de Ucrania y común, por ejemplo, a la vecina Polonia.

“Reza por Crimea”, me encomendó en 2014 Natasha, mi amiga desde entonces y a lo largo de todos estos años, cuando los habitantes de aquel lugar entrañable se negaron a reconocer al nuevo régimen de Ucrania, con clara tendencia neofascista. En un referendo celebrado el 16 de marzo, consiguieron la inmensa mayoría en el respaldo a la determinación de integrar nuevamente el territorio ruso, al que pertenecieron por los siglos de los siglos, hasta que en 1954 el entonces presidente Nikita Jrushov lo cedió a Ucrania.

Vale mencionar que en la península donde Natasha tiene sus raíces, mitad ucranianas, mitad bielorrusas, se sitúa desde 1804 la Base Naval de Sebastopol —principal puerto militar de Rusia en el Mar Negro—, codiciada por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y frecuente escenario de provocaciones por parte de fuerzas navales estadounidenses, en atención a su relativa proximidad a Moscú.

En febrero de 2014, durante los sucesos conocidos como Revolución del Maidán, iniciados con manifestaciones pacíficas para impugnar el aplazamiento del acuerdo de asociación a la Unión Europea, y que terminaron con el derrocamiento del gobierno constitucional de Víctor Yanukovich, Ucrania se convirtió en escenario de acciones sangrientas, en las que tomaron parte elementos extremistas entrenados con fondos provenientes de los Estados Unidos. “A los jóvenes les lavaron el cerebro y les cambiaron la mentalidad; convirtieron a viejos amigos y hasta a las mejores familias en enemigos entre sí”, contaría Natasha por estos mismos días de 2018, cuando me visitó en suelo cubano.

En otra revolución de color como la que ya había vivido la nación en 2004, donde el caos suele llegar sin que los gobernantes lo perciban y las multitudes son controladas a base de símbolos y emociones provocadas, comenzó para los habitantes de las regiones de Donetsk y Lugansk un verdadero calvario que dura hasta los días de hoy.

Negados a plegarse a las autoridades de Kiev, que apoyaron las pretensiones de reescribir la historia e imponer símbolos y hasta ídolos fascistas, se autoproclamaron repúblicas independientes que no obtuvieron el reconocimiento gubernamental durante los ocho años transcurridos. El idioma ruso, en el que habían hablado históricamente, fue prohibido por decreto y quienes continuaban usándolo comenzaron a ser objeto de persecución, muchas veces hasta la muerte.

En pago por sus aspiraciones de seguir el ejemplo de Crimea y adherirse a Rusia, el nuevo jefe de gobierno ucraniano, Piotr Poroshenko, un político multimillonario conocido por sus prósperos negocios del dulce, dispuso que vivirían sin respaldo de ningún tipo en el orden alimentario o institucional, sin percibir salarios ni disponer de escuelas para sus niños. Eran y son, a los ojos del gobierno de Ucrania, apenas un pretexto para instigar acciones militares enfiladas contra Rusia, en una cruzada donde poco importan los deseos de quienes habitan esa poderosa nación, extremadamente rica en recursos naturales, porque solo cuenta y determina lo que se decide desde muy lejos, en las oficinas de quienes llevan las riendas de la política de los Estados Unidos.

En 2019, tras las elecciones reglamentarias, el país se puso en manos de Vladímir (Volodímir, en ucraniano) Zelenski, un comediante que impresionó por sus promesas de luchar contra la corrupción y romper con las políticas de su antecesor. Pero fue más de lo mismo: mayores niveles de pobreza, continuación de la guerra en el Donbass, entreguismo a Estados Unidos y un ansia irrefrenable por pertenecer a Europa Occidental.

El documental del reconocido cineasta Oliver Stone Ucrania on fire (Ucrania en llamas), mostrado días atrás por la televisión cubana, con amplio empleo de testimonios e imágenes de aquellos momentos, deja claro cómo sucedieron las cosas en los días del Maidán, cuando la gente comenzó a ser masacrada en las calles tras llegar a una manifestación convocada a través de la red social Facebook. También muestra el modo en que las cámaras de las televisoras extranjeras se presentaron a la par e incluso antes que los manifestantes, y la vergonzosa injerencia de altos funcionarios estadounidenses que arengaron en los mítines, repartieron dulces a los niños y hasta fueron grabados en sus concilios telefónicos para dar curso al golpe de estado.

No había allí entonces ni un solo militar ruso, ni un arma proveniente de aquella nación. Las personas morían por el simple hecho de mostrar su desacuerdo con lo que sucedía en el país, y en Odessa muchos opositores del Maidán fueron quemados vivos, en un edificio hacia el cual los condujeron como parte de una encerrona.

Desde la década del 90, cuando la URSS fue disuelta, hasta la fecha, la OTAN se amplió a 13 países junto a la frontera con Rusia, básicamente exsocialistas. Ucrania, que no integra ese bloque, pero lo ha pedido con insistencia, solicitó ayuda militar urgente a Estados Unidos a través de Piotr Poroshenko en septiembre de 2014, justo 11 días después de firmados los acuerdos de Minsk, en los que se comprometían al cese de las acciones bélicas con las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, situadas en la región del Donbass.

A lo largo de todos estos años Rusia ha procurado mediar en el conflicto, brindado ayuda humanitaria a los ciudadanos de las repúblicas separatistas (mayormente de habla rusa) y advertido una y otra vez sobre los graves peligros que entraña el avance del mecanismo político militar, cuya existencia misma, ha recalcado el presidente Vadímir Putin, resulta ilógica a la luz de la realidad geopolítica actual. «Nuestra mano tendida fue arrogantemente rechazada por la Otan», alegó al respecto el representante permanente de Rusia ante la ONU, Vasili Nebenzia, el pasado 28 de febrero.

También ha declarado el mandatario, sobre todo en los últimos meses, que de continuar el emplazamiento de técnica militar moderna extranjera, incluidas armas nucleares, que apunten a su territorio desde la vecina Ucrania, tomarían medidas de respuesta a esa amenaza.

El 24 de febrero pasado, dos días después de firmar un decreto en el que se reconoce la independencia de las dos repúblicas populares autoproclamadas y, tras explicar con lujo de detalles, en transmisión televisiva, los antecedentes de la determinación, Vladímir Putin anunció el inicio de una operación militar especial en territorio ucraniano.

Sus propósitos eran, dijo, desmilitarizar y desnazificar el país, para que deje de ser una amenaza contra Rusia y su propósito de vivir y desarrollarse en paz. No habría, adelantó, ataques contra objetivos civiles; de hecho, Rusia acogió antes a toda la población anciana, mujeres y niños de Donetsk y Lugansk que decidieron refugiarse en su suelo por sugerencia de las autoridades locales.

Hay quienes dicen que no se debe provocar demasiado al oso, como suele denominarse a la mayor nación del mundo aludiendo al habitual temperamento flemático de los eslavos de aquel país. También se afirma por estos días, no sin un toque de sarcasmo, que Estados Unidos, con grandes intereses económicos y geopolíticos en la zona de conflicto, está dispuesto a luchar hasta el último de los ucranianos.

Natasha me miró con un dolor inocultable en los ojos cuando me dijo, días atrás, que no podía aún hablar sobre este capítulo de la historia que casi nadie vio venir. Ucrania libra ahora una guerra ajena, es usada literalmente como escudo humano de ambiciones terceras. Cuando todo parecía empezar, en realidad llevaba más de 2 500 días de muerte y destrucción, con la mayor parte del planeta apartando la vista hacia otro lado.

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