PARÍS, Francia. – Su madre siempre le dijo que el día de 1930 en que lo dio a luz tembló la tierra en Santiago de Cuba. Nunca averiguó si aquello era cierto porque sospechaba ya que él mismo, a través de su obra, terminaría mezclando la realidad con la ficción.
Con sus 93 años, Eduardo Manet pudiera considerarse un hombre realizado: ha dirigido muchas películas, escrito y puesto en escena varias piezas de teatro, publicado numerosas novelas, ganado dos de los premios literarios más prestigiosos de Francia (el Goncourt des Lycéens y el Interallié) y recibido muchos elogios por parte de la crítica. Sin embargo, mientras viva, considera que tiene aún mucho por hacer y, con solo preguntarle por sus proyectos futuros, se le ilumina la mirada. Acaba de adaptar al teatro un libro de Frédéric Sojcher y tiene planes de llevar una de sus obras al cine con una actriz francesa de renombre.
Nos conocimos hace ya más de dos décadas en el París que militaba por que un día Cuba fuera libre. Manet dirigía entonces una asociación llamada Cuba Démocratique con un espíritu siempre cordial, el de un demócrata convencido, lejos de intrigas y contubernios. Pero un buen día descubrí que nunca le había hecho las preguntas que pocas veces hacemos a las personas que hemos tenido muy cerca. Entonces me llegué hasta su apartamento parisino, al fondo de uno de esos callejones auténticos que todavía quedan en el centro de la Ciudad Luz. Y mientras Fátima, su esposa, buscaba entre papeles fotos y afiches de piezas para ilustrar esta entrevista empecé preguntándole:
―¿Por qué Manet? ¿Por qué Santiago de Cuba en tus orígenes?
―Mi padre se llamaba Eduardo González Manet. En cuanto tuve uso de razón rechacé la manera anglosajona de agregar “Junior” a mi nombre por llamarme igual que él. Además de que “Junior” se estaba convirtiendo ya en nombre propio (como luego Mislady, Usnavy y otras perlas de ese tipo), y opté por Eduardo Manet a secas, que, al fin y al cabo, me venía muy bien pues siempre fui un amante de la cultura francesa.
Mi padre era madrileño y siempre habló bajito para que no se le notara su acento peninsular, pues nunca pudo imitar el cubano. Fue un abogado de renombre, con cierta popularidad en el Santiago de Cuba de los años 1920 por haber defendido a un aragonés que mató a puñaladas a una prostituta francesa llamada Rachel por cuestiones pasionales. Entonces llamó a su defensa “La pasión del amor” y, como tal, la imprimió y se vendió exitosamente en toda la ciudad.
Antes de yo nacer mi padre había sido ministro de Educación durante el gobierno de Alfredo Zayas y Zayas, el único presidente de aquellos primeros años de República que no había sido militar durante las guerras de independencia. En realidad, el Ministerio se llamaba entonces Secretaría de Instrucción Pública, como se puede apreciar en esta carpeta de 1924 en que aparecen todos los miembros del Gabinete.
Fue después, al comenzar el gobierno de Machado que él viaja a España y trae consigo a Sara Lozano Llul, murciana, mucho más joven que él, que conoció en sus viajes por la Península. Al parecer él tocaba la guitarra y ella la mandolina, y un día se conocieron. Se la llevó a caballo hasta Sevilla y sin el consentimiento familiar se montaron en un barco que los trajo directamente a Santiago de Cuba.
Una vez en la capital de la antigua provincia de Oriente, instaló a la que iba a ser mi madre en una hermosa casona de la avenida Victoriano de Garzón, en un barrio residencial donde las señoronas la veían con malos ojos porque se habían dado cuenta de que era la querida de mi padre. En esa casa nací yo, pero solo viví allí hasta los tres años, pues mi padre vino un día en un flamante auto a recogernos y llevarnos para la capital que era donde siempre había vivido.
―¿Qué recuerdos tienes de aquellos primeros pasos por la vida?
―Desde pequeño oía hablar a mi padre de París como de “La Meca”. Tenía, como todos los españoles, un profundo sentimiento antifrancés, pero admiraba a la vez lo que Francia significaba para el mundo. Recuerdo que mi madre solo recibía revistas de París, entre otras razones, porque venían con modelitos de vestidos que ella fabricaba luego para sus amigas. Incluso la niñera que me cuidaba de pequeño era haitiana y me cantaba canciones en creole o patois. Por eso digo siempre que Francia me estaba predestinada desde la infancia.
―¿Cómo empezó tu interés por la literatura? ¿Recibiste alguna formación al respecto?
―Al principio de mi vida en La Habana nos establecimos en la calle San Lázaro, en Centro Habana. Estudié entonces en la Academia Bravo, de la calle Neptuno, hasta el bachillerato, una larga etapa que me resultó tediosa e insoportable. Lo único que me gustaba era que había clases de teatro que impartían los Martínez Casado. Cuando me liberé de la educación secundaria empecé a frecuentar la farándula habanera de la época. A los 18 años, exactamente en 1948, escribí una obrita de teatro que tuvo mucha aceptación y ganó el premio Prometeo. La montó enseguida ese gran director que fue Modesto Centeno y en el primer reparto estuvieron nada más y nada menos que Minín Bujones, Edwin Fernández, Ángel Espasande y Vicente Revuelta, es decir, la crema y nata del teatro habanero de aquella década.
―Pero de pronto parece que dejas todo y vienes a Francia. ¿Tal vez por la situación política en los años 1950?
―En lo absoluto. Yo llego a Francia antes del golpe de Estado de Batista de 1952. En realidad, yo me había inscrito en la Universidad de La Habana, en los cursos de Filosofía y Derecho. Entre mis compañeros de clase estaban Tomás Gutiérrez-Alea (Titón), Yolanda Aguirre (la hermana de Mirtha Aguirre), Raúl Castro, entre otros. También asistía a la “Universidad Clandestina” de Carlos Rafael Rodríguez y Edith García-Buchaca, cuyas ideas eran, como todos saben, comunistas. A veces se nos unían Néstor Almendros, Guillermo Cabrera Infante y Alfredo Guevara. Éramos jóvenes idealistas, y teníamos sueños y utopías. Un día, en que almorzábamos Tomás Gutiérrez-Alea, Néstor Almendros, Cabrera Infante y yo en el restaurante El Pacífico del barrio chino de Zanja, en La Habana ―un sitio que era bueno, bonito y barato―, Cabrera Infante dijo: “Caballeros, ya no tenemos 25 años en las costillas y solo somos famosos entre la bahía de La Habana y el río Almendares. Si no salimos a conquistar el mundo estamos fritos”. Entonces Titón, Néstor y yo decidimos que debíamos partir a Cinecittà (Roma), pero yo me separé del trío porque quería ver Broadway primero. El caso fue que, en septiembre de 1951, llegué por mi lado a Francia, desembarcando en el puerto normando del Havre, con la idea de atravesar el país rumbo a Roma. El destino quiso que de París no pasara, al menos en un primer tiempo, y que luego viviera allí hasta 1959.
―París te brinda la primera oportunidad de introducirte en el mundo teatral…
―Como después de Nueva York sabía que pasaría por París antes de irme a Italia, traía una carta de Eva Fréjaville, la esposa efímera de Alejo Carpentier (solo estuvieron casados un mes porque ella se enamoró enseguida del pintor Carlos Enríquez), para el gran director de teatro y actor francés Jean-Louis Barrault. Como yo era joven y tenía la insolencia de mi edad le dije sin ambages a Barrault que quería estudiar para escribir teatro. Me miró de arriba abajo y me dio un consejo muy valioso: “Déjeme decirle que Ud. debería comenzar como Molière, es decir, empiece como actor para que entienda el resto”. Y fue así como empecé a asistir a su escuela en París en un momento en que el gran Roger Blin, actor, director y quien dio a conocer a Jean Genet, ejercía allí como profesor.
Yo estaba en toda aquella efervescencia sin saber muy bien cómo hacer para afincarme en algún lado. Las noticias de Cuba eran terribles porque Batista había acabado de dar el golpe de Estado y no me interesaba volver en medio de aquella incertidumbre. Tampoco podía irme a España porque no me hacía mucha gracia Francisco Franco. Fue entonces que me encontré con Samuel Beckett una tarde en que paseaba por el jardín del Luxemburgo, y le dije que me encontraba en una encrucijada porque mi lengua era el español, pero en Francia todo se hacía en francés. Creo que a partir de la respuesta de Beckett comencé a aceptar sin complejos cualquier lengua, pues el célebre escritor irlandés y futuro premio Nobel de literatura escribía ya en francés. Fue entonces que me dijo que uno podía escribir en la lengua que quisiera, sin preocuparnos mucho por parecer perfectos, pues lo que contaba era que fuéramos auténticos. Y esto, justo un año antes de que Roger Blin montase la famosa pieza de Beckett “Esperando a Godot”, a cuyas primeras representaciones asistí ya que era muy criticada por los burgueses del sexto y séptimo arrondissements de París que venían a abuchearla; y nosotros, los estudiantes de Blin, a hacer contrapeso, aplaudiendo hasta quedar con las palmas de las manos enrojecidas.
―Fue en esa época en que publicas tus dos primeras novelas, pero creo que también te estableces por un tiempo en Roma.
―En efecto, dos primeras novelas de cuyo nombre no quiero acordarme porque las considero malísimas. La situación financiera en París no era una fiesta, de modo que me largué a Roma, con mi primera esposa y cometí el error de tener un hijo sin saber realmente cómo íbamos a mantenerlo. Estando en Italia me enteré de que una editora y escritora de origen belga llamada Françoise Mallet-Joris había tenido la idea genial de publicar cada año un libro de cuentos con 12 autores completamente desconocidos. Entonces, sin amilanarme ante el Correo de Roma, que era tan católico que llegaba cuando Dios quería, envié mi manuscrito desde la Ciudad Eterna, con mi primer cuento traducido por mí mismo al francés. Se titulaba “Cuatro ciudades profanas y un paraíso” y fue publicado en el libro de marras, ya que Mallet-Joris dirigía la casa de ediciones Julliard.
Tras mi regreso a París, envalentonado por el éxito de aquella selección, entré en la compañía de Jacques Lecoq, un referente en el teatro del gesto, mimo y movimiento.
―¡Y de pronto vuelve Cuba a tu vida!
―Imagínate, yo estaba ya en otra cosa, y en otro mundo, cuando Titón nos escribe a Ramón Suárez (que estaba en Suecia), a Néstor Almendros (en Nueva York) y a mí (en París) diciéndonos textualmente: “Vengan para Cuba que ahora sí que van a poder realizar sus sueños”. De más está decir que era el año 1959 y para allá fuimos todos, de lo más ilusionados. Yo no tenía muchas ganas de ir, pero Haydée Santamaría me había escrito también para invitarme a ser jurado del primer premio literario de la recién fundada (abril de 1959) Casa de las Américas que ella presidía. Y me dije: “Why not?”
Estando ya en La Habana leí Santa Juana de América, del argentino Andrés Lizárraga, una obra que me encantó, ganadora del primer premio Casa de las Américas en 1960. Entonces Mirtha Aguirre y Edith García-Buchaca, que eran las que entonces “cortaban el bacalao” en temas de cultura y a quienes conocía muy bien desde la época de universitario, me propusieron montarla para el teatro. Y volví a decirme: “Why not?”.
―¿Fue en esa ocasión en que conociste al Che?
―A ese otro argentino lo vi dos veces en mi vida. La primera, en efecto, fue en el estreno de Santa Juana de América que yo dirigía. Cuando nos dijeron que el Che estaba entre los espectadores nos entraron temblores. No porque lo admirásemos mucho ni mucho menos, sino porque sabíamos que si le disgustaba la obra terminaríamos todos, en el mejor de los casos, en un cañaveral cortando caña. Por suerte le gustó la pieza, pues vino a felicitarme y me habló todo el tiempo en francés, convencido de que, por mi apellido, era natural de Francia.
La segunda vez que lo vi fue más divertida porque fue durante un viaje a la antigua Checoslovaquia, cuando ya dirigía el Conjunto Dramático Nacional, un puesto que me propuso el dúo Aguirre-Buchaca para engramparme y que me quedara en La Habana. El caso es que, rumbo a Praga viajaba con idéntico destino el famoso Che. Los vuelos de entonces paraban en Shannon (Irlanda) y como si se tratase de una guagua podíamos bajarnos a comer. Estaba yo en la cafetería del aeropuerto irlandés cuando el Che se me acerca y vuelve a hablarme en francés. Como lo normal era que tomáramos algo yo pedí una Coca Cola. Al Che, por supuesto, no parecía agradarle mucho esa bebida. Entonces le dije que la probara, que en realidad era muy agradable. Así que aceptó y cuando terminó de beberla me miró y me dijo: “No es tan buena como el mate, pero se puede tomar”.
Desde entonces me encanta decir que fui yo quien hizo que el Che tomara la primera y, tal vez la única, Coca Cola de su vida. Y todo en francés, porque ese hombre nunca se enteró de que yo era cubano.
―La década de 1960 significó para ti una gran efervescencia creativa tanto en el cine como en el teatro…
―Yo había fundado el Conjunto Dramático Nacional, como dije antes, en el que bajo mi dirección entraron jóvenes actores como Adolfo Llauradó, Alicia Bustamante, Carlos Ruiz de la Tejera o José Antonio Rodríguez. Mi pasión era el cine y ya había dirigido dos peliculitas tituladas El negro (1960) y Napoleón de gratis (1961). También me habían pedido que terminara Realengo 18, comenzada por Oscar Torres, un director dominicano, y basada en un texto de Pablo de la Torriente Brau. A esta le siguieron Portocarrero (1963), así como Show y Tránsito (1964). Como lo que me gustaba más era la dirección de cine, el propio Alfredo Guevara me propuso entrar en el ICAIC y, por esa razón, dejé el Conjunto Dramático. Dirigí la revista Cine Cubano, la película Un día en el solar (1965) y junto a Julio García Espinosa escribí el guion de El huésped (1966), filmada en Gibara y que tuvo a Raquel Revuelta como protagónica y, entre otros, a la cantante Luisa María Güell que cantaba en italiano y español y era en aquel tiempo la diva de la juventud cubana. Esa película fue olvidada porque tanto Luisa María Güell como yo nos fuimos poco después de la Isla. No fue hasta el 2013 que, gracias a Luciano Castillo, volvió a salir a la luz y fue difundida en un programa de la televisión cubana.
―Y llegó la pieza que te hizo conquistar realmente París y por la que saliste de Cuba definitivamente: Las monjas (Les nonnes, en francés). ¿Me equivoco?
―Antes de eso empecé a filmar la película de homenaje a Alicia Alonso en 1968 y que nunca pude terminar. Al final cambiaron mi nombre, usaron retazos míos, filmaron nuevas partes. En pocas palabras: “la despedazaron”. Así fue como la estrenaron siete años después, pero un crítico del New York Times recordó que éramos el fotógrafo Jorge Haydú y yo quienes lo habíamos comenzado.
Ese mismo año José Antonio Rodríguez me cuenta la historia real de unos bandidos que, disfrazados de monjas, engañan a gentes ricas que querían irse del país, pero al final se descubre la treta. Entonces me incitó a escribir esta historia para el teatro. Cuando ya la tenía, intenté estrenarla en El Sótano, pero me pusieron ni se sabe cuántos “peros”. Lo que sucedía es que en ese momento Fidel Castro estaba tratando de engatusar al Papa para invitarlo a Cuba, uno de sus sueños, y no convenía una pieza con el tema de unos bandidos disfrazados de monjas por poco que tuviera que ver con temas de teología. Por eso, ante la imposibilidad de montarla, me decidí a publicarla y a traducirla al francés. Coincidió con que una pareja de franceses de paso por La Habana se la mostraron a Roger Blin quien, inmediatamente, quiso montarla en Francia y para esto me invitó a pasar seis meses en París.
Tuve suerte de que autorizaron mi viaje porque así lo decidió Alfredo Guevara, quien había sido durante mi breve paso por la Universidad en 1950-1951 el vicedirector de una revistica que se llamaba Vanguardia, en la cual yo era el crítico de teatro y Tomás Gutiérrez-Alea el de cine. ¡El director era el propio Raúl Castro! En honor a aquellos lazos, Guevara me dejó salir, aunque estaba seguro de que no regresaría y así me lo hizo saber. Llegué entonces a París en noviembre de 1968 por segunda vez y definitiva en mi vida. Las monjas se estrenó como Les nonnes en mayo de 1969.
―¿En qué momento te das cuentas de que un regreso a Cuba era imposible?
―El éxito de Les nonnes era increíble y Roger Blin empezó a llevarla a Bélgica, Suiza y ni sé a cuántos países más. Yo impartía, mientras tanto, clases de mimo. Me invitan entonces al Festival Internacional de Baalbek, en el Líbano, en donde Gabriel Boustany, su fundador, ya me había invitado antes para que montara su pieza Aladin in memoria (1970) y, dos años después, Para saber quién… quién… quién va a ser comido. Gallimard había publicado en 1971 mi pieza Eux ou la prise de pouvoir (Ellos o la toma del poder) que fue adaptada para ponerla en el Líbano. En ese momento se me ocurrió sanamente organizar una muestra de cine cubano en ese país del Medio Oriente para dar a conocer lo que en materia de séptimo arte se estaba haciendo en la Isla. ¡Para qué fue aquello!
Apenas regresé a París el propio Alfredo Guevara me convocó a la Embajada de Cuba. No te imaginas la escena. Gritaba histérico, me insultaba, gesticulaba como un desquiciado. “¿Quién eres tú para hacer un homenaje al cine cubano en el Líbano? ¿Quién te autorizó?”, vociferaba. Y mientras más aullaba e intentaba humillarme, menos reaccionaba yo. Asistí a aquella escena surrealista perplejo y sin pestañear, que no por gusto había estudiado en la mejor escuela de mimo del mundo. Así que al cabo de un rato en que Guevara, al verme tan impasible, se cansó, añadió: “Chico, contigo uno ni siquiera puede fajarse”. En ese justo momento me di cuenta de que no sería bienvenido en Cuba y de que lo mejor era no regresar. El caso Padilla había acabado de tener lugar. En mi caso, en París, Alfredo Guevara en persona me acababa de exiliar.
―De todas formas, empieza para ti un periodo de mucha solidez en tu carrera; todo lo que escribes llega a las tablas, incursionas también en la novela. ¿Cómo fue esa etapa?
―En los años 1970 escribí las piezas El otro Don Juan (1973) y Un balcón sobre los Andes (1978). Adquirí la nacionalidad francesa en 1979 y tenía muchos amigos que me apoyaban. Recuerdo, por ejemplo, a Françoise Sagan que era como una hermana y que al principio me llamaba “Monsieur Oui-Oui” (Señor Sí-Sí). Lo que Françoise no sabía es que ella hablaba el francés tan rápido que no entendía nada y a todo le decía “oui, oui”, por decir algo. Otra persona esencial en mi carrera fue Jean Genet, quien se convirtió casi en agente extraoficial de mi obra pues hablaba maravillas a donde quiera que iba. Sin olvidar a la propia Françoise Mallet-Joris, la primera en publicarme en los años 1950, que comenzó a dirigir una colección en Gallimard y leyó La Mauresque (La morisca), mi primera novela, y decidió publicarla.
―Y a partir de ese momento no pararías, pues publicas decenas de novelas y piezas de teatro, recibes premios y distinciones, diriges telefilmes como Bolívar y el congreso de Panamá. Todo en francés, por supuesto. ¿En dónde quedan entonces tu mundo y tus orígenes?
―Toda mi obra la escribo en francés, pero el tema es casi siempre Cuba, América Latina o España. Mi novela L’île du lézard vert (La isla del lagarto verde), con la que gané el premio Goncourt juvenil en 1992 o Rhapsodie cubaine (Rapsodia cubana) que recibió el premio Interallié en 1996 son novelas escritas en francés, pero el tema es cubano. En 2002, por ejemplo, escribí Maestro! (el signo de exclamación lo lleva en francés cerrado, pues en francés no se abren los signos como en castellano) y es una novela que cuenta la vida de ese gran violinista cubano del siglo XIX que fue Claudio Brindis de Salas. También D’amour y d’exil (De amor y de exilio), Mes années Cuba (Mis años en Cuba), Un Français au coeur de l’ouragan cubain (Un francés en el centro del huracán cubano), La conquistadora (sobre la famosa monja Alférez), La maîtresse du Commandant Castro (La amante del comandante Castro) y otras muchos que es imposible mencionar.
Y durante muchos años pude contar con el apoyo de una gran amiga, Françoise Verny (1998-2004), a quien llamaban en Francia “la Papesa de la edición” porque era una referencia en este ámbito.
―Cuarenta y seis años después de haber salido de Cuba regresas por primera vez a tu país natal. ¿Por qué esa decisión? ¿En qué contexto?
―Lo primero que hay que decir es que el hombre que regresa a Cuba tiene ya 84 años, o sea, una edad en que la mayoría de la gente ya no forma parte de este mundo. O sea, que puedo considerar milagroso mi regreso, pues como muchos hubiera podido morir sin volver a ver mi tierra natal. Lo segundo es que regresé por primera vez en 2014 en condiciones muy especiales, ya que la directora Flora Lauten me invitó a participar en la Semana de Teatro Francés en La Habana, en donde, por primera vez también, se estrenaría mi obra Les nonnes en Cuba. Figúrate, la obra por la que me fui y que nunca pude mostrar al público cubano.
En ese momento Eusebio Leal me recibió en persona y me dijo que yo había sido muy bueno con él en un momento en que la estaba pasando mal porque lo tenían excluido por católico y demás. Te juro que no recuerdo cuán bueno pude haber sido con Eusebio ni en qué lo ayudé, pero insistió y me hospedó en un hotel bellísimo en una de esas casonas palaciegas de un conde del siglo XVIII, creo que los Santovenia, en frente de la Plaza de Armas.
Luego, la misma Flora, a sabiendas de mi interés por Teresa de Ávila, me pidió que escribiera un texto sobre esta escritora y mística española. Entonces volví a La Habana en 2015 y viví tres meses en su casa. Al final entregué Éxtasis, estrenado en mayo de 2016 por el Teatro Buendía que fundó la propia Lauten. Inicialmente pensaba hacer un monólogo para ella, pero al decirme que era muy tímida para los monólogos, se añadió en la escritura a Raquel Carrió, de modo que fue una colaboración entre tres. Y también aparecieron nuevos personajes.
―¿Qué impresiones te llevaste de La Habana?
―¿Qué puedo decir que no haya sido dicho? Una ciudad destruida. En realidad, el mar es lo que siempre estará ahí. Me pasaba largas horas contemplando el momento en que el sol se ponía en las aguas del golfo. Ese espectáculo único es también lo único que estará siempre en su lugar.
Ya en Cuba no tengo familia, aunque mi padre, que falleció en 1948, dejó al fallecer varios hijos regados que fueron apareciendo indistintamente en mi vida, pero con los que nunca tuve relación. Mi padre tenía tres o cuatro mujeres diferentes y mi madre pensaba, la pobre, que yo era el hijo del amor cuando le presentaron una vez a uno de mis medio hermanos.
―¿Y cuál es el secreto para la juventud eterna de Eduardo Manet?
―Imagínate, además del factor suerte, supongo que debe haber cosas como el hecho de no haber fumado nunca, de beber poco y, sobre todo, de no dejar de hacer ejercicios tal y como me enseñó Lecoq, quien decía que la primera vejez se sentía siempre en las articulaciones. Desde entonces, con mis ejercicios, me desarticulo cada día, como si fuera un actor calentándose para la función.
Evidentemente haber vivido mucho también tiene una gran desventaja, y es que te das cuenta que tienes detrás de ti un auténtico e infinito cementerio de amigos.
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