Durante los días de la peor crisis de los años noventa tuvimos en casa un entretenimiento perturbador. Digo en los años noventa, pero el libro y la crisis siguieron juntos en nuestras vidas; al menos en la vida del cubano. Cayó en nuestras manos y lo entendí como una broma de mal gusto del azar o, por lo menos, una prueba para la voracidad triplicada de un adolescente.
Mi abuela guardaba el pequeño material. Apenas 67 páginas impresas por la Editorial Oriente. Fue publicado en 1987 y su tema era la pastelería y la repostería. Editado por Guadalupe Hechavarría, el libro tiene un gran trozo de cake de chocolate en portada que debemos agradecer los lectores al diseño de Marta Mosquera.
La cosa es que el librito tenía algo así como carácter, y era lo primero que uno veía en el escueto estante de mi abuela. Como me gustaba leer sobre cualquier asunto, un día lo tomé, fue a parar a mi mochila y así me lo llevé a mi casa, la de mi madre.
Pensándolo bien debo haberlo agarrado precisamente por ese gran trozo de pastel que aun hoy, pese a los años, el papel y la impresión, me hacen la boca agua. Ocupa casi la totalidad de la portada y su merengue de chocolate ligeramente enrudecido contrasta con las planchas de harina, a su vez separadas por líneas de merengue blanco.
Vuelvo a la duda, porque no recuerdo ya si estirado sobre la cama leí aquellas recetas o simplemente me deleitaba viendo imágenes de cakes, coffee cakes, mantecados, polvorones o pudines ideados por un autor sobre el que jamás he encontrado mayores rastros que los datos aportados por la editorial en contraportada.
El tal Ignacio Cobo Guillot era un maestro dulcero retirado, con largos años de experiencia en el ramo y el libro se nos ofrecía como “un útil recetario dedicado a la población…”
¡Si tendría experiencia este fantástico autor! Había nacido en 1905. Pero, en 1993 me enteraba yo de sus recetas, pensadas para verdaderos maestros dulceros y para ser elaboradas en condiciones muy distintas a aquel desdichado periodo en el cual lo leía.
Iba de una página a la otra a gran velocidad en busca de la fórmula adecuada. En cada una se nos pedía centenares de huevos y más libras de azúcar blanca que las que le correspondían a una persona en dos meses, según la libreta de racionamiento. Leche, siempre un litro, dos… Por si fuera poco, era necesario contar con polvo de hornear, maicena, bicarbonato y ¿clamor?.
“Ni en los centros espirituales”, decía mi madre. Y: “¡Bueno, está bien!… lo que no aparezca ni de contrabando se suprime”, recuerdo haberle dicho. ¿No era eso lo enseñaba la ANIR? Sin embargo, nos veíamos sacando cuentas en cada página como si en lugar de pertenecer a la gastronomía el libro tuviera relación con las matemáticas.
Según anotaciones (y ese libro lo tengo conmigo) debo haberme especializado en toda clase de conversiones, divisiones fraccionarias, restas y toda clase de cálculos sustractivos para lograr, sin éxito, alguno de aquellos finos dulces, ni siquiera el más austero y humilde de ellos.
Cuando lograba juntar una parte del material más simple, caía en la cuenta que no teníamos siquiera un horno para cocerlos. Mi abuela tenía uno muy grande, pero la cuota de gas no convenía malgastarla en semejantes fantasías.
Supongo que mi abuela no haya sido la única a quien sorprendió la caída del campo socialista con ganas de superarse en la repostería, especialmente en la preparación de dulces caseros con los cuales impresionar a la familia y a los visitantes.
Tampoco es recomendable en tiempos de crisis entretenerse con literatura semejante a esta que solía caerme en las manos. Y debo decir que los libros de gastronomía llegan, como las malas noticias, todos a la vez.
Además de este, que debemos al muy ilustre Cobo Guillot (y a la Editorial Oriente) nos castigaba como huracán el clásico de Nitza Villapol, otro de Simone Ortega, y otro de no recuerdo quién, sobre comidas criollas.
Hasta tuve en mis manos uno de coctelería cuyo autor tampoco recuerdo, pero sí tengo presente la impotencia al no poder juntar siquiera un cuarto de los ingredientes para aquellos tragos que no eran, pero siempre me sabían, amargos.