El 11 de septiembre de 2001, las Torres Gemelas, emblemáticas edificaciones del conocido como World Trade Center en Nueva York, fueron impactadas por sendos aviones que fueron secuestrados en pleno vuelo por terroristas. Las torres colapsaron ante la estupefacta mirada de millones de personas en todo el mundo. Por primera vez en su historia, Estados Unidos sufría en territorio propio las consecuencias de décadas de exportar, casi de forma ininterrumpida, caos y violencia en forma de campañas bélicas, invasiones y financiamientos a grupos extremistas.
El ejemplo más notorio es el propio Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda, la organización terrorista que se adjudicó el atentado, al recibir en la década de los años 80 financiamiento y preparación de los servicios especiales estadounidenses, en ese entonces con el objetivo de desestabilizar el «régimen comunista» de Afganistán.
Cuatro meses después del infame acto terrorista, un nuevo establecimiento penitenciario abrió sus puertas en la ilegal Base Naval estadounidense que desde hace más de un siglo mantiene ese país en territorio cubano. La conocida desde entonces como «prisión de Guantánamo» sirvió y sigue siendo utilizada como centro para la detención de quienes presuntamente están vinculados al terrorismo. Centenares de personas han pasado por ese inhóspito lugar y de ellas tan solo dos han sido juzgadas y sancionadas; el resto se ha mantenido en una especie de limbo legal hasta su liberación, vía traslado a terceros países, o su eventual muerte.
El pasado 11 de enero, el tristemente célebre establecimiento cumplió 20 años y recobró presencia en medios de todo el mundo. bbc la llamó «la cárcel más controvertida de EE. UU.», France 24 la consideró «la prisión más polémica del mundo». Quizá fue El País el medio que más se desembarazó de eufemismos y la denominó «ícono infame de torturas y abusos». Y es que ese enclave estadounidense en Guantánamo no solo se convirtió en un lugar sin ley, sino que fue (y nada indica que haya dejado de serlo) un centro para la aplicación de los más degradantes y crueles métodos de «interrogatorio».
Fue WikiLeaks la plataforma que más hizo para divulgar los abusos y vejaciones a los que eran sometidos los presos en esa instalación. Tan encomiable esfuerzo fue premiado por la comunidad internacional: desde 2012, su fundador, Julian Assange, vive confinado, primero como asilado político en la Embajada ecuatoriana de Londres y desde 2019, tras la abyecta traición del igualmente abyecto Lenín Moreno, como prisionero de las autoridades británicas, con pronóstico de extradición a Estados Unidos y una muy probable muerte tras barrotes. Si Assange hubiera nacido en el Medio Oriente, probablemente terminara sus días en Guantánamo.
En su archiconocido tango, Volver, Carlos Gardel cantaba: «veinte años no es nada». Los cientos de hombres que han pasado por la prisión en Guantánamo, durante estas dos décadas, no hablarían tan a la ligera de su tiempo allí. Fueron y son víctimas de la prepotencia de un imperio que se limita a catalogarlos como «presos de la guerra contra el terrorismo», que deben permanecer allí, sin garantías procesales, en tanto continúen siendo una «amenaza».
Penosamente, los mismos que tanto alzan la voz para denunciar supuestas violaciones de derechos humanos cometidas por el Gobierno cubano, callan cómplices ante la realidad del único lugar en Cuba donde sistemática y brutalmente se ultraja la dignidad humana. Y ni Obama ni Biden parecen capaces de cumplir su promesa de cerrar una prisión que tantas vidas ha destruido.
