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¡Carajo!, Juan, no pudiste salir de ese laberinto

Borrego, junto a otros colegas egresados de la casa santiaguera de altos estudios.

Su enorme cuerpo llegó a convertirse en un hilo de luz que temblaba como luna en agua y que quisimos avivar para que no se apagara. Cuando comprendimos que la ciencia ya no podía sola mantenerlo con vida, muchos encendieron velas en el lugar más discreto de la casa; aprendí a rezar y me vi delante de una minúscula Virgen de la Caridad del Cobre —qué importa el tamaño, si aseguran que su alma es inmensa—, que compré a los pies del santuario en aquel viaje a Santiago de Cuba, con el colectivo de Escambray, otro de sus tantos proyectos. Pero ni la ciencia ni la Virgen hicieron el milagro. Y perdí a mi hermano.

Porque Juan Antonio Borrego Díaz (Juan, para sus allegados; Borrego, para el gremio periodístico) fue, ante todo, mi segundo hermano; luego sería un versátil corresponsal de Granma y el director, por casi 24 años, de Escambray, su realización mayor, que condujo con la fuerza hercúlea de su inteligencia y la humildad de un guajiro de Yaguajay, alérgico a las poses, estrados y portafolios.

Que esta hermandad nació en la Universidad de Oriente lo sabe medio mundo; que en los Altos de Quintero fundamos otra familia junto a Elsa, Mary Luz, Humberto y Oscarito, también. A bordo de un Lada carmelita —como escribí años atrás—, arribamos a finales de agosto de 1983 a Santiago de Cuba para cursar Periodismo. Nadie podría sospechar que aquel jovenzuelo de 18 años, larguirucho, de zancadas largas y tímidas y de cuyo hombro colgaba una cartera de cuero duro, con pinta de haber pertenecido al Ejército Rojo, devendría modelo de líder creativo de los medios públicos cubanos. Y jamás se lo propuso.

Lo logró por su sabiduría, que no humillaba, delatada por la calvicie prematura. Ya fuera en una partida de dominó en el edificio de la beca para ahuyentar las nostalgias de su casa de tablas y tejas, levantada por sus padres Eldo y Julia en la esquina de un potrero en Jicotea; ya fuera debajo del frondoso algarrobo del hotel Rancho Club, tomando una cerveza en el borde de una madrugada, Juan, sin más allá ni más acá, se mandaba una anécdota sobre las discrepancias entre Bolívar y Santander, y uno se quedaba de una pieza.

Su obsesión por la figura del Libertador lo llevó a recitar pasajes completos de El general en su laberinto, de García Márquez; disfrutaba, como pocos, la majestad del mayordomo José Palacios, hombre de “cabello encrespado de color de ardilla”, y su comunión con el guerrero, de “cuerpo desmedrado”, quien, a punto de partir, exclamó: “Carajos. ¡Cómo voy a salir de este laberinto!”.

Como pocos, igualmente, Juan celebraba la imaginación real y mágica del Gabo; aunque, cuando me comentó acerca de Memorias de mis putas tristes, salió con otra de sus tantas frases lapidarias: “No le da ni por los tobillos a Cien años de soledad”.

Y lo sostenía porque no se ausentó ni un minuto de las conferencias de Literatura Hispanoamericana, dictadas por el profesor Osmar Álvarez. Embelesado quedaba con sus disertaciones y las claves que refería para desmontar la obra garciamarquiana.

—Perdimos al mejor de la clase, le reafirmé este 4 de octubre a Jorge García Orce, de nuestro grupo universitario, del otro lado de la línea telefónica.

—Seguro, hermano, seguro.

Aunque, ahora que recuerdo, solo lo aventajé en algo: en la forma de romper caída en las prácticas de judo; entendible por su estatura de talla extra. En la fauna que nos inventamos para sobrellevar los días universitarios, él era la “jirafa” y este servidor, el “pitirre”. Por cierto, cuando a la tropa de la Facultad de Artes y Letras se nos metió entre ceja y ceja quitarnos el sambenito de “sotaneros” en los Mambises, lo mismo jugó la primera base del equipo de pelota, que tuvo la malla de voleibol de por medio, encestaba canastas de tres puntos, o compilaba las estadísticas para la tabla de posiciones como si lucháramos en la más ilustre de las olimpiadas; con el empuje de todos, nos llevamos el gato al agua.

Desde siempre fue un alumno todoterreno, que supo administrar milimétricamente su tiempo. En quinto año de la carrera, cuando la mayoría estábamos aplicando aún los instrumentos de investigación, Juan llevaba, debajo del brazo, la primera versión de su tesis, que puso en mis manos en su casa. Me la leí de un golpe, entre sorbo y sorbo del vino criollo, aderezado por Julia; en tanto, él ayudaba a Eldo a recoger la cosecha de frijoles. Un punto y coma aquí, la repetición de un término por allá. No más.

Mientras casi el resto de la clase emprendía estudios de audiencias o análisis de contenido de la producción periodística de la época, prefirió lo más complejo: examinar la evolución de la perspectiva martiana en torno a los sucesos de Chicago a través de tres crónicas: Grandes motines obreros, El proceso de los siete anarquistas de Chicago y Un drama terrible, reveladoras de la rectificación pública de sus criterios, que transitan desde la condena inicial a los trabajadores, hasta el reconocimiento de su inocencia, en una lección de ética periodística ejemplar.

Una mañana de junio de 1988, bajamos, codo a codo, la escalinata de Quintero para defender las tesis; otra mañana, pero de julio, nos sentamos, codo a codo, en el teatro para recibir el título de la licenciatura. Ese día a estos dos montunos por poco se les salen los ojos de las cuencas al subir a escena la mismísima Alicia Alonso con Muñecos, bailado como si estuviera poseída por Terpsícore.

Cantó alguien, que lamento no recordar; han transcurrido más de 33 años, y el tiempo desenvaina su daga, que, no por casualidad, mantiene con vida la noche en que asistimos al concierto de Silvio, donde casi tocamos las cuerdas de la guitarra y enmudecimos por tanto coro —claro, desafinado— a Ojalá, Sueño con serpientes

—¡Ñooo! El tipo es un caballo, dijo con lo que le quedaba de voz.

EL QUE VIO MÁS LEJOS

En septiembre del 1988, comenzamos a andar a tientas en la profesión; él, en Radio Sancti Spíritus, y yo, en Escambray. Tropezamos, caímos; nos asimos a los ramajes de los robles añosos. Y empezamos a conspirar.

Para espantar la asfixia del diarismo, ideamos más de un viaje a La Habana. De allá, trajimos en la agenda las historias de mutilados de guerra de El Salvador, bajo tratamiento médico en Cuba, y los vaivenes en la construcción del hotel Neptuno, donde intervenía un contingente espirituano.

En ese retorno, el Lada blanco, en que íbamos, nos jugó una mala pasada, y no quedó otro remedio que coger la orilla de la Autopista Nacional. Ni los tirones del caballo de un vecino revivieron el motor. Unas papas que compramos en una tienda, a más de un kilómetro, nos calentaron el estómago esa noche. Al amanecer, soñoliento, siento a alguien extraño en el asiento trasero; era la voz de uno de los entrevistados. Juan preparaba ya el reportaje radial.

Aunque lo seducía la inmediatez de ese medio, en marzo de 1990 cruzó definitivamente el umbral de Escambray. Sin el menor de los complejos, se estrenó como asistente de redacción, pese a ocupar una plaza de reportero. Poco después, nacería la sección Gente nuestra, proyecto común para darles espacio a los rostros desconocidos de la noticia, como Timbales, célebre desmochador de palmas en la comarca de Jicotea.

Por la avidez de conocer, asimiló los códigos básicos del fotorreporterismo, el diseño gráfico, la edición de textos y de la hipermedia; saberes que les resultaron cardinales, primero, como subdirector del medio a partir de septiembre de 1994 y, luego, como director de este, desde noviembre de 1997.

No olvidó la premisa de que los árboles hacen el bosque, y que ninguno se asemeja al otro. Al parecer, por ello, devino, en las lides periodísticas, juez severo de su hermana Mary Luz, lúcida pluma de Escambray, a quien no favoreció ni con una línea de más de las previstas para la publicación de sus textos en las páginas del medio, ganador de notables galardones del gremio, entre estos el Gran Premio Acumulativo del II Festival Nacional de la Prensa Escrita, entregado por Fidel.

De las manos del líder, Juan merecía recibirlo; pero siempre buscaba embajadores para que lo representaran —se escudaba en increíbles pretextos—, díganse un evento en La Habana, Ciego de Ávila, adonde el medio presentó sus experiencias en la gestión editorial del sitio digital, proyectos que siempre contaron con el aporte de su esposa Mirelys, mano derecha en la web, plataforma que nos catapultó a las fronteras mundiales.

Quedó demostrado el 4 de noviembre del 2010, al precipitarse a tierra un avión de AeroCaribbean S. A., al sur de Sancti Spíritus, que ocasionó la muerte a 68 personas, de varias nacionalidades. A escasos minutos de la tragedia, Juan timbró a mi casa.

—Ojo, se cayó un avión.

—¡¿Quéeee?! ¿Dónde?

—Cerca de Mayábuna; estoy aquí, con Brito. Dicen que el avión salió de Santiago. Todo está en llamas. Búscala.

La busqué; buscamos la noticia, que fuimos construyendo a pedazos y en equipo. Esa cobertura certificó las cualidades de estratega editorial de Juan, en cuya oficina me aparecí una tarde de mayo del 2020, luego de varias semanas sin vernos por la covid.

—¿Qué tú haces con ese bastón? No me digas que te lo buscaste para trabajar menos.

Y las últimas palabras casi se le quedaron atrapadas en su garganta. No vi su rostro, sí la voz. El pasado lunes ni vi su rostro ni su voz. Arelys colocó mi mano tibia sobre su mano fría, muy fría. Dicen que dormía. ¿Será verdad?

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