BOSTON, Estados Unidos. — Nada más ilustrativo que la imagen de una anciana de tez negra en plena catarsis anticastrista diciéndole al mundo: “Vivimos más de 60 años en la mentira y engañados y esto tiene que acabarse. Nos quitamos el ropaje del silencio”.
Esas frases lapidarias, expresadas con inusitado fervor en las inmediaciones del Capitolio habanero en medio de las manifestaciones antigubernamentales que tuvieron lugar los días 11, 12 y 13 del presente mes en varias ciudades del territorio nacional, son suficientes para echar por tierra toda la iconografía redentora y humanista del socialismo real, a seis meses de cumplir su sexagésimo tercer aniversario.
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Lo que quedaba de la aureola mística del modelo unipartidista con sus extraordinarias capacidades de multiplicar las ruinas y sistematizar las tribulaciones fue pulverizado con una secuencia de hechos como éste, llamados a figurar en el repertorio de evidencias palpables de un rechazo generalizado, oculto entre la parafernalia de consignas patrióticas y spots publicitarios que describen un país modélico y rondas de promesas que terminan apolillándose en las gavetas en detrimento de la vida de millones de personas, obligadas a continuar bajo el mandato de las vicisitudes.
La tiranía ha sido retada en las mismas calles que supuestamente solo pertenecían a quienes comulgaban con las ideas de una revolución, hija del fracaso y la desidia. Miles salieron a mostrar sus sentimientos, escondidos durante largos años, entre sospechas, miedos y acomodos. No mediaron órdenes ni previas articulaciones. El hastío de vivir huérfano de esperanzas, bajo la hosca mirada de los policías y arrastrados por una espiral de carencias en perpetuo crecimiento, bastaron para decir ¡basta! Sencillamente, la sociedad mostró en vivo y en directo su desilusión.
Aunque los mandamases hayan conseguido restaurar el orden, a partir de un alza exponencial en el ejercicio de la fuerza bruta, hay que tener cuenta que se trata de un proceso de descomposición social y económica irreversible y en sus postrimerías, nada que ver con un evento fortuito, ni tampoco, como alegan los voceros del régimen, de una rebelión llevada a cabo por delincuentes y pagada desde el exterior.
A partir de estos episodios, es válido admitir la gestación, quizás no inminente, pero sí probable de cambios que den al traste con los pilares del sistema.
Es imposible mantener el control a través de la represión, en niveles que requieren un altísimo costo, dado el número creciente de personas involucradas en acciones contestatarias y las que, sin dudas, se sumarán de ahora en adelante, a pesar del recrudecimiento de las medidas punitivas. Para lograr esos propósitos tendrían que convertir la Isla en un remedo de Corea del Norte.
Por otro lado, el retroceso económico no se detiene. Las expectativas de salir de la crisis a corto y mediano plazo son nulas. Una realidad que incentivará el descontento, potenciando nuevos conflictos que darán lugar a más violencia desde el poder y entre personas empeñadas en procurar lo indispensable para la existencia.
No es descartable un éxodo masivo o una cadena de hechos sangrientos, protagonizados por las fuerzas represivas, que conduzcan a un golpe de Estado si persiste el afán de garantizar la continuidad del socialismo en vez de emprender transformaciones medulares que ayuden a instaurar un modelo racional y sustentable.
Cuba ya no es la misma, después de los multitudinarios ejercicios cívicos, considerados el punto de giro de una historia llena de sinsabores y mentiras. El parto de una nueva república ha comenzado. No será fácil el alumbramiento, pero definitivamente llegará.
No hay dudas que el cubano de a pie se sacudió y cayó el ropaje del silencio. En el recuerdo aún se percibe la desnudez de aquel coro gigantesco clamando por el fin de la dictadura.
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