No era extraño en la Cuba de ayer que una figura honesta y aun con fama de incorruptible se volviera un bandido en cuanto accedía a un cargo público, elegible o no. Tampoco resultaba extraño que alguien con fama ya de malversador y ladrón llegara a la Cámara o al Senado e incluso a la más alta magistratura de la nación.