La literatura bebe de la vida, pero la vida se nutre también de lo que archivan las bellas letras. Obras y autores gratifican a todo aquel que los toca, y pueden llegar a ser de las mayores ganancias que el espíritu cobija.
Leer a Gabriel García Márquez es experimentar un embeleso imperturbable; acatar la maravilla; reconocer en lo narrado el señorío del verbo escrito; asegurar el regreso a esas páginas donde lo mítico se hace posible, donde lo insólito puede nombrarse. La hermosura inhalada florece y los pasajes, que invitan a vivirse, pueden archivarse en el recuerdo para siempre, y asaltar la vida real de sus lectores, mientras lo común transita.
Muchas veces, frente a lo inverosímil, pienso en Remedios, la Bella, que cuando al descubrir que un forastero la espiaba desde el techo mientras se bañaba, lejos de perturbarse ante la sorpresa, lo alertó: «–Cuidado (…) Se va a caer». El forastero solo quería verla.
«–Ah, bueno –dijo ella–. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas». Ese, por solo citar uno de los incontables picos emotivos de una novela como Cien años de soledad, primor de las letras latinoamericanas y universales, donde late la verdad de un continente.
Si se habla de la perseverancia de un sentimiento, nada llega primero a mi memoria que la descrita en El amor en los tiempos del cólera, zanjada a la perfección en la experiencia longeva que viven sus protagonistas: «¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?, preguntó Fermina. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. –Toda la vida– dijo».
Nunca otro texto consiguió, como lo hiciera la novela histórica El General en su laberinto, ofrecerme mejor la entereza de Simón Bolívar; y pocas veces concebí una retrospectiva tan magistral como la estampada en la novela Crónica de una muerte anunciada, que cayó en mis manos por unas horas.
Cuando supe que mi hijo quedaría ingresado por una semana, hice que me alcanzaran Del amor y otros demonios, leído en las noches, cuando el bebé dormía. Y conservo en sitio sagrado, los prestados, recuperados y muchas veces releídos libros que del Gabo he podido atesorar.
Entre las más sublimes formas en que ha sido llevada al arte la figura de Ernesto Che Guevara cuenta El ahogado más hermoso del mundo, un texto de 1968 que en Cuba fue mucho más conocido en el año 2000, gracias al espacio televisivo Universidad para todos. Leerlo es probado deleite y revisitación segura:
«Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró: –Tiene cara de llamarse Esteban. Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre».
De la utilidad de un periodismo que no envejece dan fe los textos firmados por el Gabo. Vale recordar, por solo aludir a uno, el artículo Náufrago en tierra firme, publicado en la edición impresa de El País, el 18 de marzo de 2000, a propósito del secuestro del niño Elián González. Entre tantas publicaciones en torno al tema, esta, de fotográfica precisión, resulta inolvidable:
«Conmovido, pero con voz firme, Elián le contó a su padre cómo había visto ahogarse a su madre. También le dijo que había perdido la mochila y el uniforme de la escuela; Juan Miguel lo interpretó como un síntoma de desorientación y trató de ayudarlo. “No, papo”, le dijo, “el uniforme tuyo está aquí y la mochila la tengo para cuando vuelvas”. (…) Su apego a la escuela, que es famoso entre sus maestros y condiscípulos, así como sus deseos de volver a clase, tuvieron una demostración palmaria unos días después, cuando habló por teléfono con su maestra: “Cuídenme bien mi pupitre”».
¿Habrá definición más hermosa y exacta de periodismo que la que ofreciera este periodista cabal? «Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir solo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente».
Su voz de latinoamericano esencial fue estremecedora en el discurso La soledad de América Latina, pronunciado en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura, que mereciera en 1982. Insoslayable en este texto su postura frente a la utilidad de la belleza:
«En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte».
De la nobleza y modestia del ilustre colombiano, que se consideró tan solo «uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca», no podrá tenerse la menor duda. Baste recordarlo en las aseveraciones que hiciera cuando se le rindió homenaje en Cartagena, en 2007, durante la jornada inaugural del iv Congreso Internacional de la Lengua Española, al presenciar la edición de un millón de ejemplares de Cien años de soledad que en su honor acababa de ver la luz:
«Pensar que un millón de personas pudieran leer algo escrito en la soledad de mi cuarto, con 28 letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal, parecería a todas luces una locura.
«Pero no se trata ni puede tratarse de un reconocimiento a un escritor. Este milagro es la demostración irrefutable de que hay una cantidad enorme de personas dispuestas a leer historias en lengua castellana, y por lo tanto un millón de ejemplares de Cien años de soledad no son un millón de homenajes al escritor que hoy recibe, sonrojado, el primer libro de este tiraje descomunal. Es la demostración de que hay millones de lectores de textos en lengua castellana esperando, hambrientos, de este alimento».
Cuando se cumplen, este 6 de marzo, 95 años del nacimiento de Gabriel García Márquez, justo será volver a su universo, que es saldo y reverencia. Acudir a su palabra aguzará nuestro orgullo de hispanohablantes; desposarnos con su prosa nos hará apenas estar entre los primeros, de los tantos seres que en los tiempos por venir no querrán desconocer su inmensa obra.
