―A ver, qué tiene.
―Ay, doctor, estoy preocupada, he cambiado mucho. Si me ve hace veinte años no me reconoce. No hablo de envejecimiento, sino de un cansancio mental que me hace dudar de todo, hasta de las siempre estelares informaciones del estelar. Yo era de las que acudía a todos los llamados, mi lema era «A la hora que me llamen voy». Lo mismo me podía localizar en un trabajo voluntario luchando la jabita del mes, que en un mitin de repudio contra uno que arguyó que, si el futuro de la patria era un eterno Baraguá, al menos teníamos garantizados los mangos.
Pero algo en mí comenzó a cambiar: me molesto por cualquier cola, no importa si organizada, en las que se resuelve un paquete de perritos en cuatro horas. En ese tiempo me la paso criticando la gestión del gobierno, me ha dado por echarle con to a los encuentros diarios del presidente y del primer ministro con representantes de la economía y la ciencia, sin colegir que en este planeta Tierra no hay gobierno que se reúna tanto como el nuestro para analizar los problemas de la tierra hecha tierra, del fango por el fango…
¿Ve que se me escapa la escéptica que llevo dentro? Puede aquilatarlo en las inflexiones de voz, en los entresijos de mi verbo… Es un veneno que llevo conmigo, una incapacidad genética de discernir hasta dónde el no mirarse por dentro limita la búsqueda de soluciones a los problemas. Está claro lo que asegura la dirección del país con cada lineamiento que se revisa, cada resolución que se aprueba: estamos como estamos porque no hemos sabido desentrañar las sabias orientaciones que emanan desde arriba, a pesar de tenerlas siempre a mano.
Fíjese hasta dónde ha llegado mi inmadurez política que la semana anterior paso por la pescadería de la esquina de Toyo y qué veo: troncho de aguja. A mí me cuadra la totalidad de lo que se mueve bajo el agua, y esos bichos tienen una masa muy parecida a la carne, no sé si se acuerda de la carne. Me quedé patitiesa con el precio: ¡341 pesos el kilogramo!, o sea, 14,20 dólares según la Tasa de Ordenamiento de Murillo.
Pregunté no fuera a ser que estuvieran vendiendo la última aguja que pescó Hemingway al norte de Cojímar, pero no, imposible, no hay manera de que se conservara fresca, cuando aquello no existían esos refrigeradores Haier tan buenos que todavía nos están cobrando. ¿Por qué no un tin más barata, vaya, a 340? ¿Acaso ese peso extra es el derecho a ensartarla?
La única explicación al precio abusivo y especulador ―que me perdonen los trabajadores por cuenta propia por el uso de términos solo concernientes a su proceder― es que estén trayendo la aguja desde la península de Kamchatka, entre los mares de Ojotsk y de Bering, como quien va pa Corea. Yo creo que más bien la obligan a venir por sus propios medios, porque en España el kilogramo de filete de aguja anda por los siete euros, dudo que traerla desde la península ibérica sea más difícil que comprarla en Toyo y llevársela a mi mamá a Campo Florido.
Perdone si me voy por las escamas, pero es que esa aguja me hinca, ayer todavía la estaban vendiendo, y es lo que le expongo: soy incapaz de calibrar que, si aún está en tablilla y las leyes del mercado no han podido mellar su existencia en los inventarios de la pescadería barrial, es porque Santos Suárez apuesta por el desarrollo sostenible, con una población de un poder adquisitivo cada vez más en la cúspide, segura de que ese producto de gama alta, vendido en establecimientos de gama subterránea, jamás se agotará…
¿Ve, doctor, que no está en mí, que es más fuerte que mi otrora intransigencia revolucionaria? Dígame qué hago con este mercenarismo que despunta juguetón en mi prosa.
―De momento, descargue de Cubadebate la aplicación con los documentos de la magna cita de los comunistas cubanos. Cada ocho congresos, perdón, ocho horas, léase las intervenciones de…
―¡¿Y si no mejoro?!
―Si nada le hace ese tratamiento, regrese: la remitiré al Calixto.