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¿Cuánto daño nos ha hecho Rambo?

Sin contar las balaceras, las trompadas, los gritos y los estruendos que el cine mercantil usa como caballo de Troya, estético-ideológico, Rambo deja cicatrices culturales que supuran pus doctrinario, doloroso y peligroso. Bajo la parafernalia de las musculaturas y los uniformes tapizados con armas de calibre diverso, puñales, cadenas y granadas… hierve un caldo ideológico pensado para excitar la libido guerrera de ciertos consumidores de mercenarismo fanático. Pelean cargados con cientos de armas y con el cerebro intoxicado de odio.

Aquí el nombre de Rambo es solo botón de muestra para aludir a un estereotipo que las máquinas de guerra ideológica disfrazan como espectáculo en las aventuras audiovisuales de la violencia mercenaria. No haremos ahora tipologías ni taxonomías de héroes cliché, pero digamos que no revisten mucho ingenio los personajes ni mucha lucidez sus aventuras como salvadores del mundo. Su reino es el paraíso de lo simplón, donde cabalgan esos sicópatas exhibidos como mesías con metralletas.

Está hecho el daño. Muchas generaciones en todo el planeta profesan adoración por esos ídolos mass media y sus causas mercachifles. Los números de audiencias son reflejo pálido de las mareas emocionales que se agitan en sus fans. Ahí se mezclan las frustraciones, las mediocridades, las soledades… con las lecciones de clase que enseñan al público a odiar a los distintos, que suelen ser malos, y a disfrutar con su aniquilación total a la sombra de una bandera con estrellas. Y mucho dinero.

Todo se exacerba cuando los escenarios bélicos se multiplican y se publicitan a mansalva. De donde menos se lo espera uno, aparecen los ciudadanos comunes uniformados. Personas comunes desempolvan sus vestuarios que son moda Army, permanentemente, en no pocos catálogos Prêt-à-Porter. Se multiplican las publicidades y las ofertas para botas, calcetines, mochilas, sombreros, camisas y pantalones Army Fashion. Telas camufladas, teléfonos, antiparras y algunos dispositivos de visión nocturna que incitan a la aventura del espionaje sobre los otros, tal como sucede en las películas de acción militarizada y paramilitarizada. Algunos compran su jeep y lo camuflan con realismo para pasear por los barrios. Un Rambo personalizado habita en sus cabezas y corazones. El daño está hecho.

Esa empatía seudomilitar, cultivada en los redaños de los afectos ideologizados, aguarda serenamente su hora de la verdad cuando, al margen de las exhibiciones fílmicas, aparece la oportunidad de cierta operación asalto en la subjetividad dispuesta a solidarizarse con el mercenarismo aniquilador y, como mínimo, aceptar cualquier monstruosidad convertida en parte de los anhelos propios. Esa identidad con los comandos de asalto tiene cámaras y micrófonos imaginarios para la intimidad del Rambo mental que se hermana con los Rambos asalariados para el crimen. Hermandad sicológica macabra.

Ocurre tanto en los videojuegos como en los cines. Desde luego que la recepción tiene marcas de clase, incluso cuando el receptor lo ignore. Los grados de daño sobre la recepción tienen matices de calidad y cantidad muy diversos, que van desde la simpatía simple hasta la asimilación fanática que se convierte en propagandista de gustos y valores infiltrados para la proliferación del sentido común que asume la necesidad de ejércitos, tipo Rambo, en todos los órdenes sociales. Y eso incluye a los Rambos sindicales, los Rambos eclesiásticos, los Rambos académicos y los Rambos empresariales, entre muchos otros conocidos y padecidos en los escenarios de la lucha de clases.

Brilla por su ausencia, o escasez, el instrumental crítico democratizado, que debería proveer la educación pública y gratuita, porque el daño llamado Rambo ha alcanzado también al mundo docente. Y así como no prolifera el instrumental crítico contra la manipulación simbólica, en el caso concreto de la moral mercenaria, tampoco prolifera la educación para la crítica científica contra la ofensiva ideológica burguesa en todos sus frentes agresivos y cotidianos. ¿A qué se debe? O son cómplices o son ignorantes. Las dos opciones son horrendas.

Si la tasa promedio de consumo mediático ha crecido con las redes sociales, se explica menos la ausencia del Estado en defensa de la integridad educativa y cultural de los pueblos. Se trata de un desamparo perverso. Se trata de una omisión de lesa humanidad porque están involucrados sectores muy frágiles. La totalidad de los niños y niñas, por ejemplo, que no son pocos.

Y todo es peor, y tiende a empeorar, porque contando con profesionales de la comunicación y de la semiótica, teniendo instituciones y recursos, viviendo bajo una guerra mediática sin precedentes… parecería que nada ocurre y que tirios y troyanos están encantados con el formateo de cerebros bajo el estereotipo Rambo, en todas sus variedades. Inaceptable e imperdonable. Pero nadie escucha. Nadie se toma en serio la amenaza del daño intelectual sobre las cabezas de los pueblos ni el peligro estratégico militar implícito en incubar mentalidades cómplices de las invasiones mercenarias. Como si fuesen naturales, nuestras, de los nuestros. ¿Es esto una exageración? Ninguna comparada con los efectos tóxicos de los modelos imperiales metidos en nuestras casas y en nuestras cabezas. Basta.

Necesitamos la proliferación de institutos de Semiótica, emancipados y emancipadores, vacunados contra la burocracia. Ciencia de las apariencias dispuesta a desentrañar el cúmulo de aberraciones que nos amenazan disfrazadas de diversión. Institutos cuyos métodos de intervención y transformación cultural no contengan virus mercantiles y sí pasos específicos para su autocrítica, tanto como para la administración de los presupuestos. Institutos para la defensa de la integridad y diversidad de las expresiones culturales y para la valoración consensuada, y democrática, del discurso mediático, concesionado por el Estado para circular socialmente. Necesitamos acción científica plural y democrática, que ponga por valor supremo la emancipación de la inteligencia, la dignidad humana y el respeto inalienable, para no ser más víctimas de la manipulación simbólica que hoy ejercen los poderes económicos e ideológicos. Urge.

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