La memoria puede ser un lugar muy doloroso, sobre todo cuando está poblada de dobleces y cobardías. Somos en gran medida lo que recordamos. Cada uno de nosotros es el espectador privilegiado de su pasado, que corre en la cabeza como una suerte de película a ratos nítida, a ratos vaporosa. Ese celuloide neuroquímico contiene muchas veces episodios que preferimos no hubieran ocurrido, o que nos remontan a una época que ya no existe, a una persona que ya no somos. Entonces se olvida como mecanismo de defensa.
Los migrantes muchas veces eligen el olvido como bálsamo. Para eludir el dolor de la pérdida o como táctica de autoengaño, suprimen pasajes de su vida que les resultan engorrosos, ulcerantes o que rivalizan con la narrativa que exponen al mundo exterior. Al abjurar de su origen, se disuelven en su hogar de acogida, se hacen más nativos que cualquiera de sus vecinos, y si voltean hacia atrás, les sucede como a Orfeo y Eurídice: el pasado se ha desvanecido en el aire.
El refranero popular cubano, caudal infinito de brillantez, supo acuñar una frase de un peso poético inconmensurable: «se tomó la Coca-Cola del olvido», se dice cuando alguien «torció camino y se perdió del Morro» y ya no parece recordar (o no desea recordar) su origen, sus raíces, su historia. Aunque muchas veces se utiliza como sentencia para sojuzgar a aquellos que reniegan de la idiosincrasia caribeña, calados por el american way of life, hay otros olvidos igual de desafortunados que van más allá del lenguaje o del modo de beber el café.
Como dice un amigo, en tiempos de extrema polarización, toda persona que decide establecer residencia en el añorado paraíso septentrional debe pagar un «peaje ideológico». No se puede ser «castrista» o «filocomunista» si se quiere vivir fuera de Cuba, no se puede ser siquiera un «arrepentido» que intenta volar bajo el radar. Una sórdida pero bien engrasada maquinaria de terror mediático y simbólico enseguida se apresta a dar la «bienvenida» a los nuevos ingresos. Y el mecanismo de defensa se activa una vez más.
Pero en tiempos tan modernos como estos en los que vivimos no basta con suprimir o editar los recuerdos, o en hacer pose de que nada ocurrió, de que todo fue una mala apreciación. No es suficiente poner la propia palabra contra la ajena, porque cuando volteamos hacia atrás, Eurídice no desaparece. Hay un registro público y de acceso universal de todos nuestros actos, de nuestras aseveraciones, de nuestras posturas. El internet ha hecho de la Coca-Cola del olvido un bien escaso y muy oneroso.
«Yo nunca estuve con la dictadura», dice el recién llegado. Y la maquinaria le muestra un post en Facebook, sonriendo en un desfile del 1ro. de Mayo. «Lo mío nunca fue la política», explica el reo, y sus inquisidores amablemente le recuerdan aquel programa en el que habló con admiración sobre el líder «equivocado». «El socialismo es un fracaso», afirma rotundamente, pero existe constancia de sus agudos y descarnados análisis sobre la caducidad del capitalismo.
Una y otra vez, el procesado intenta empinarse el dulce néctar de la desmemoria pero le retienen el brazo. Con labios resecos y saliva espesa, tiene que comenzar entonces la autoflagelación. No hay oportunidad para el olvido: lo único que permite la maquinaria es mostrarse como un arrepentido que está dispuesto a aprender la lección, a convertirse en rival de aquello que, quizá, alguna vez defendió. Una vez converso, habiendo atravesado por humillantes rituales de iniciación, el nuevo acólito de la maquinaria se dedica entonces a defender su nuevo credo con inusitada pasión.
«Ten, toma un trago», le dicen. Y olvida. Siempre fue un freedom fighter, un luchador infiltrado en las filas del enemigo. No es un traidor ni un simulador: es un héroe que sobrevivió al infierno. Sale cara la Coca-Cola del olvido: cuesta todo el orgullo, toda la dignidad, toda la coherencia, olvidar aquello que pone en tela de juicio su nuevo discurso. Y en esa mutilada memoria comienza a crecer y enquistarse un resentimiento denso, oscuro, y el acólito se vuelve engranaje y combustible de la maquinaria.