La distancia es una trampa. El tiempo que nos separa del origen es un temblor fugaz que recorre el cuerpo y nos hace idealizar la fotografía que reposa en la mente, no sobre un país, sino sobre sus rincones, sobre ese punto imborrable de su geografía, sobre esos espacios cercanos que saben más de uno que uno mismo.
La distancia, ya lo dije, es una emboscada y a veces es preciso el regreso, el naufragio, el desarraigo, para demostrarnos que la profusión de las emociones y la razón son cosas muy distintas, dos caminos en la vida que se pueden volver antagónicos por el peso abrumador de la realidad que siempre dicta la última palabra.
He estado un tiempo en Cuba después de once meses en Madrid. «No vuelvas», me decían a diario los amigos reales y virtuales, los conocidos, cualquier persona al tanto de mis estados de ánimo más recientes, de mis nostalgias y desafueros. La imagen de la vuelta fue sobrecogedora. El caos emocional también. Las consecuencias a pagar, previsibles.
En apenas un año el país, o sea, mi ciudad, es otra cosa, otro mundo, una imagen de personas que se mueren al sol en colas para lo mínimo, de personas recogiendo basura en los contendedores, de desechos dominando en cualquier esquina, de jóvenes preparándose para la marcha. Se vive, en resumen, con la sensación de que algo se ha roto definitivamente.
Traté de buscar lo más rápido posible un lugar donde reconocerme durante mi estancia, algún sitio donde pudiera ser yo con mis miserias y alegrías. Con mis nostalgias y mis guerras intestinas. Con la furia agazapada de mi generación.
A dos días de mi regreso volví a la noche con dos de los amigos que más admiro y quiero en La Habana. Con dos de los pocos que quedan. Gente a prueba de balas, del terror fulgurante. Ahí, en la noche, estábamos en medio del Submarino amarillo. Lo confieso. Llamé a Niurka y a Abel para no sentirme solo en la caída de la noche, por temor a no recon