Durante siglos, los miembros de ciertas tribus centroamericanas eran tatuados al nacer para rendir culto a sus dioses. Así como ellos cargaban toda la vida con esas marcas en la piel, los cubanos llevamos inoculada —junto a otro sinfín de taras— la idea de que en cualquier momento podemos ser invadidos por Estados Unidos.
Para muchos es como el viejo del saco que se lleva a los niños: un cuento con el fin de asustar y mantener el muy útil recurso de plaza sitiada, que justifica secretismos, excesos y faltas. Para otros es algo tan real como los ciclones en verano o los frentes fríos en invierno: dependerá de los contextos, pero puede pasar y hay que estar preparados —«los cubanos deben saber tirar y tirar bien», dice el adagio.
No obstante, pelearse a bombazos parecía cosa reservada a «naciones bárbaras» —propietarias casi siempre de petróleo y otras riquezas naturales, pero consideradas secundarias en la escena internacional—, a quienes Estados Unidos and Company llegaban a salvar en el último momento con los marines de la democracia y los cañones de la libertad. La maquinaria cultural se encargaba de decirnos qué muertos llorar, cuáles hashtags viralizar, y a quiénes dedicar en nuestras iglesias piadosas cadenas de oración.
Así había funcionado desde el final de la Guerra Fría hasta la semana pasada, cuando, para regocijo de quienes vaticinan cada pocas décadas el fin de los tiempos, la invasión de Rusia a Ucrania rompió la ilusión: en el siglo de TikTok, Facebook y Google Maps, después de una centuria marcada por conflictos de todo tipo, sí podría haber guerras entre países del «mundo civilizado».
Sin embargo, ¿qué tiene que ver la «operación militar especial» del presidente Putin en Ucrania, con una invasión norteamericana a Cuba?, se preguntará el lector atento. Quizá nada, pero analicemos detenidamente algunos elementos comparativos.
La nación eslava, conocida como el granero de Europa por sus exportaciones, integró Rusia en diferentes momentos de su larga historia; de hecho, su nombre significa, según algunas fuentes, «región fronteriza». Por ello y los vínculos étnicos existentes, Putin la considera parte de su país. Mientras tanto, nuestro archipiélago caribeño, aun cuando es una república independiente desde hace 120 años, tuvo hasta 1959 lazos con Estados Unidos de estrecha dependencia. A escasas noventa millas de la Florida, estamos cómodamente dentro del espacio de influencia geopolítica norteamericano.
Entonces, con sustanciales diferencias, ambos países comparten un punto en común: la cercanía geográfica e histórica a potencias imperiales que las apetecen.
De hecho, la declaración del gobierno cubano sobre la invasión —que culpa a Estados Unidos y la OTAN de su expansión hacia el este, pero también critica con salomónica comprensión al invasor por el «uso de la fuerza y la no observancia de principios legales y normas internacionales que Cuba suscribe y respalda»— contiene una frase que constituye una peligrosísima arma de doble filo: «Rusia tiene derecho a defenderse».
¿Qué pasaría entonces si por esos caprichos de las relaciones internacionales, Estados Unidos también quisiera defenderse de la «amenaza» que Cuba representa? ¡Qué exagerado!, pensará el lector que ha tenido la paciencia de leerme hasta aquí. No tanto. Putin ha roto una barrera no solo legal, sino también simbólica. Potencialmente ha abierto una caja de Pandora, cuyos males pueden o no escapar. Para este ejercicio, dejemos que vuelen.
Hace unas semanas el vicecanciller ruso Serguéi Riabkov dijo que su país podría tener presencia militar en Cuba y Venezuela. O sea, el Oso intentaría pagar al tío Sam con la misma moneda. En medio de esta escalada de tensiones que ya llegó a las balas, comienza a aparecer aquí y allá la noticia de que, efectivamente, hay armas rusas en Cuba. Los grandes medios levantan la noticia, fuentes y fotos no faltarán cuando se quiere. La opinión pública se empieza a poner nerviosa, después histérica. Lograrlo no es difícil.
En poco tiempo, muchos creerán que en Cuba hay armamento ruso, como lo hubo en 1962. Se reedita la crisis de los Misiles, pero esta vez Rusia está lo suficientemente entretenida con Ucrania y la crisis asociada como para lograr aplacar los ánimos crispados. Finalmente, el tío Sam devuelve al Oso la moneda.
¡Qué exagerado!, gritará esta vez el lector con indignación. Sin embargo, si Saddam Hussein pudiera leerme no pensaría que exagero, dado que incluso cuando las situaciones están separadas por abismales distancias, la invasión que derrocó al dictador y devastó Irak en 2003 estuvo montada sobre una operación mediática muy similar a la hipotética que acabo de describir.
«Cuba no es Irak. Aquí no hay nada que pueda interesarles», pensarán algunos. Entonces, ¿por qué administración tras administración, independientemente de si son republicanas o demócratas, destinan millones de dólares cada año a los programas de subversión y cambio de régimen? Cuando menos, es esa una extraña forma de mostrar desinterés.
Mientras Rusia, la oncena economía del mundo, ha sido sancionada por tirios y troyanos, ¿quién castigará a Estados Unidos, la superpotencia hegemónica —aunque algunos se empeñen en señalar su decadencia—, por una acción militar contra Cuba, presentada en el discurso mediático como el último bastión de la Guerra Fría en Occidente? ¿Quiénes lo han logrado de forma eficaz cuando ha sucedido anteriormente en Siria, Libia e Irak?
Nuestro país —además de la propia Rusia y la pragmática China, para no mencionar a naciones en crisis como Venezuela y Nicaragua, u otras como México, que no se atreverían a molestar a Estados Unidos más allá de lo discursivo y simbólico— carece de aliados que puedan mover la balanza.
Asimismo, un factor a tener en cuenta es el desgaste de la imagen internacional del país después de los sucesos del 11 de julio y la represión asociada. Que la resolución contra el bloqueo siga aprobándose en la Asamblea General de la ONU por abrumadora mayoría, no significa que sea menor el aislamiento que padecemos ni indica que vendrá una coalición en nuestra defensa en caso de ser necesario.
Por ello es extremadamente preocupante percibir que en declaraciones oficiales y de voceros del gobierno, así como en los medios de comunicación, se legítima la tesis de las esferas de influencia geopolítica, en detrimento de los principios de soberanía y autodeterminación, que deben ser una brújula para naciones pequeñas y hostilizadas como la nuestra.
Se puede condenar la expansión de la OTAN y al imperialismo norteamericano, sin defender la invasión a Ucrania y al imperialismo ruso. La razón que Putin podía haber tenido por incumplimientos de los acuerdos de Minsk, la perdió cuando el primero de sus soldados puso su bota en el territorio de un país libre e independiente cuya existencia, al más puro estilo del camarada Stalin, quiere presentar como artificial. Rusia tiene el mismo derecho a defenderse que Ucrania a pertenecer a la Unión Europea, la OTAN o la Liga Intergaláctica.
En cuanto a la postura de Cuba, no hablo de lo que es correcto —condenar esta como cualquier invasión, independientemente de las causas que la motivaron—, sino de lo que debe hacerse en aras de la seguridad nacional, puesto que nos parecemos más a la víctima que al victimario. Aun cuando no hay señales de que pueda concretarse el escenario descrito en estas líneas, decía Martí que «los peligros no se han de ver cuando se les tiene encima, sino cuando se los puede evitar». Prever nunca está de más. Mañana nosotros podríamos ser Ucrania.