Cuánto puede decirse del revolucionario nacido en la barriada habanera de Poey hace justamente hoy 95 años; aquel que, convertido en Comandante de la Revolución, vive eternamente en la cumbre de Loma de la Esperanza, allá en el corazón de la Sierra Maestra: Juan Almeida Bosque.
Enaltece la historia de Cuba la vida de quien desde los nueve años limpiaba zapatos, que para respetar a los albañiles se consideró «media cuchara», pero cuyas ideas y valor lo hermanaron a Fidel y a Raúl como moncadista, expedicionario del Granma y jefe de columna guerrillera.
En el juicio del Moncada, aquel que ante la fortaleza amurallada no vaciló con un fusil calibre 22, fue de los primeros en reconocer su participación y dejar sentado que volvería a hacerlo. Tras el revés siguió a Fidel por el lomerío de la Gran Piedra y, encarcelado, coreó el Himno Nacional en la visita de Batista al mal llamado Presidio Modelo.
Capitán desde el Granma, como un rayo bajo el sombrío bautismo de fuego resonó en Alegría de Pío el grito lanzado pistola en mano: «¡Aquí no se rinde nadie, c…!», para definir por siempre a un país, y luego en El Uvero solo paralizó su avance el balazo en el pecho, cuyo corazón salvó milagrosamente la cuchara en el bolsillo de la camisa.
Al ascenderlos a Comandantes, en él y Raúl depositó Fidel toda la confianza para extender la lucha guerrillera, y bajo su mando, en el Tercer Frente Mario Muñoz Monroy se combatió todos los días. La grandeza y la sencillez del jefe sellaron la admiración de su tropa, y una especial interrelación predominó con los campesinos.
Surgido así del pueblo, con la victoria haría gala, aún más, de sus dotes para dirigir, de las virtudes políticas, revolucionarias y humanas, del patriotismo que ardía en sus venas, ya sea al frente del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias luego de la desaparición de Camilo, como jefe fundador del Ejército Central en los días de Girón, o en la dirección política de la otrora provincia de Oriente.
No pocos piensan que era santiaguero el campechano y sonriente Héroe de la República, el hijo amoroso que reservó a su lado un espacio a los padres, el que dialogaba con hombres, mujeres y niños en Enramadas, Plaza de Marte, el Parque Céspedes o la Casa de la Trova, quien en el ataque a El Cobre advirtió: «ni un solo tiro en el Santuario de la Virgen».
Era, en fin, un cubano especial, el guerrillero y dirigente político que compuso más de 300 canciones, que escribió numerosos poemas y una docena de libros imprescindibles a la hora de pulsar esta hermosa etapa en la historia de Cuba, quien sintió a Fidel como a un padre, y como a un hermano a Raúl, quien lo definió como el combatiente que más se parecía a Antonio Maceo.