También en Cuba se veía, en la década de los 50 del pasado siglo, el programa de enredos matrimoniales I love Lucy, un éxito de audiencia en Estados Unidos, seguido por 15 millones de espectadores a la semana (el 60 % de los hogares del país).
Lucille Ball, su simpática protagonista, fue adorada por un público que la bautizó como «la novia de América». Junto a ella también brilló el cubano Desi Arnaz, su esposo en la vida real. Su padre había sido un político santiaguero vinculado a la tiranía de Gerardo Machado, y algo debió temer cuando, en el mismo 1933, en el fragor del derrumbe, huyó a Estados Unidos. Desi, con 17 años entonces, se le uniría poco después, y con el devenir de los años llegaría a ser uno de los pioneros del llamado show televisivo estadounidense.
De 1951 al 57, I love Lucy logró romper algunas normas imperantes en una televisión que le prohibió a Elvis Presley mover sus rítmicas caderas. Eran días en que el tema de «las razas» adquiría alturas demenciales, de ahí que si se revisan publicaciones de la época se comprobará que Arnaz, por ser latino, era considerado (como si viniera del planeta Marte) de «otra raza». Entonces, al aparecer como esposo de Lucy, se convertían en «la primera pareja interracial de la televisión». También fue Lucy la primera en salir al aire exhibiendo su embarazo real, toda una lucha, pues los ejecutivos del programa trataron de que la actriz se desempeñara escondiendo la barriga detrás de muebles y cortinas.
Miel sobre hojuelas el programa, hasta que en 1953 –tiempos de cacería de brujas y del senador McCarthy– se movieron unos labios imprudentes para decir: «¡Lucy Ball fue comunista!», afirmación con ribetes de escándalo nacional, ya que ganó titulares en la prensa, como los vuelve a tener ahora, gracias a la película de Aaron Sorkin, Siendo los Ricardos, cuyos dos protagonistas, Nicole Kidman y Javier Bardem, interpretan a la exitosa pareja y están nominados al premio Oscar.
Basado en hechos reales, de excelente factura, con los consabidos cambios y libertades justificados en pro de la dramaturgia, el filme recrea la vida de la pareja durante una etapa que carga las tintas en los aportes de ambos al show televisivo, las infidelidades legendarias de Desi (terminaría divorciado y marcado por la bebida), los desmandes prohibitorios de los ejecutivos de CBS ante el segundo embarazo de la actriz, y la explosión mediática que provocó poner al descubierto que Lucy Ball se había afiliado a los comunistas en las elecciones de 1936.
De ser declarada roja por el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, la novia de América se hubiera convertido en polvo de estrella, ya que la histeria comunista, avivada por la proliferación de armas atómicas, junto a la Guerra Fría, hizo que por primera vez la población estadounidense se sintiera vulnerable ante «el enemigo», allende los mares.
Estados Unidos vivía su segunda ola de miedo rojo y los artistas estaban en el centro de la mira y expuestos a que sus simpatías por el comunismo, e ideas de izquierda, fueran denunciadas por espías y hasta por compañeros del medio, como lo hicieron Ronald Reagan y Elia Kazan. El proceso, recogido como Los diez de Hollywood, llevaría a la cárcel a figuras de la talla de Dalton Trumbo y John Howard Lawson, y les haría la vida imposible a luminarias como Charles Chaplin y Joseph Losey, que terminaron por marchar al exilio.
En 1953, Lucille Ball se reúne con el Comité de Actividades Antiamericanas y, ante la pregunta de si es verdad que se afilió a los comunistas para votar en las elecciones de 1936, dice que sí, pero inmediatamente agrega que lo hizo, junto a otros familiares, para complacer a un abuelo socialista. Después aclara que nunca fue miembro del partido, que no es ni será nunca comunista. Pero hay un detalle: su testimonio contradice las declaraciones de Rena Vale, escritora de Hollywood y comunista, quien, presionada por la corte inquisitorial del senador McCarthy, admite que en 1937 asistió a un círculo de estudio para nuevos miembros del partido en la residencia de Lucille.
Aunque el filme simplifica algunos hechos y cronologías, queda claro que en uno de sus programas, Desi Arnaz alega que Lucille «lo único que tiene de rojo es el pelo, y ni eso es verdadero». También salen a relucir los desacuerdos de la pareja sobre este asunto, pues Desi quería que su mujer declarara que había «marcado la casilla equivocada al votar», algo imposible, pues el Herald-Express de Los Ángeles había dado a conocer que la filiación «comunista» estaba escrita por la propia Lucille en la tarjeta electoral.
El testimonio de la actriz estuvo muy pronto en el buró de J. Edgar Hoover, el temible director del fbi, y ella fue absuelta de culpas con la promesa de que su acusación no trascendería a la prensa, lo que sí sucedió, como lo muestra el filme de Aaron Sorkin.
Hoy no son pocos lo que entienden, y en alguna medida la tentación de la duda emana del filme, que los 15 millones de espectadores semanales que convertían a I love Lucy en el programa más visto de la televisión estadounidense fue decisivo para que el Comité de Actividades Antiamericana la perdonara, no por ser comunista en los años 50, sino por haber resbalado ideológicamente casi 20 años atrás.
En cuanto a J. Edgar Hoover, no obstante haber declarado en 1956 que Lucille y Arnaz estaban en la lista de sus estrellas favoritas, los siguió vigilando, en especial a ella, como lo expone un artículo del Washington Post de 1989, que demuestra que el jefe del fbi –fallecido en 1972– no dejó nunca de recabar pruebas sobre la actriz a la que hoy, al calor de un filme polémico, algunos vuelven a preguntarse si fue, o no fue.