A pocos días del golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, el joven abogado Fidel Castro, «con bufete en Tejadillo, No. 57», presentó ante tribunales un recurso para juzgar a Fulgencio Batista por sedición. La defensa leguleya de juristas que, por interés o cobardía, habían apoyado el cuartelazo batistiano contra la Constitución de 1940, era que no había ocurrido un golpe sino una revolución, fuente de derecho.
A ello, Fidel respondería en la argumentación de su recurso: «(…) no hubo programa revolucionario, ni teoría revolucionaria, ni prédica revolucionaria que precedieran al golpe: politiqueros sin pueblo, en todo caso, convertidos en asaltantes del poder. Sin una concepción nueva del Estado, de la sociedad y del ordenamiento jurídico, basados en hondos principios históricos y filosóficos, no habrá revolución generadora de derecho. Ni siquiera se les podrá llamar delincuentes políticos».
Por supuesto, el recurso no prosperó. Batista siguió en el poder, porque así lo impuso con la fuerza de las armas y el apoyo estadounidense. Fidel, a su vez, entendió que las vías legales para disputar por la democracia, la justicia social y la soberanía popular estaban agotadas y que se debía pasar a la lucha armada. Sin embargo, a la luz de recientes acontecimientos, este recurso presentado hace ya casi 70 años nos trae esclarecedores razonamientos.
El pasado 11 de julio, cientos de personas salieron en todo el país a protestar, inducidos por la campaña político-comunicacional proyectada desde el exterior, entre otros factores. Algunos estaban comprensiblemente agotados por el desabastecimiento y la irregularidad en el suministro energético, a lo que se sumaba la fatiga pandémica en medio del periodo más crítico de la COVID-19 en nuestro país. Otros sencillamente se sumaron para expresar su animosidad con respecto al Gobierno y al modelo socialista vigente. Entre estos últimos, hubo varios que se manifestaron de forma violenta, arrojando piedras, botellas, atacando a personas que defendían el orden constitucional, fueran civiles o agentes de la autoridad, volteando carros en plena vía pública.
También hubo personas que, de forma oportunista y mezquina, aprovecharon las horas de conmoción social para sabotear establecimientos, robar equipos electrodomésticos, saquear tiendas… Las pruebas de todo ello fueron aportadas por los mismos protagonistas de esos hechos que, embriagados por la momentánea impunidad de sus actos, subieron a redes sociales fotos y videos de sus «hazañas».
Para la noche de ese mismo 11 de julio ya había relativa calma. Muchos fueron detenidos y procesados. Una vez que se determinó que se habían comportado de manera pacífica, o no tenían nada que ver con los acontecimientos y habían sido arrestados de manera injusta, varios fueron liberados a los escasos días. Otros tuvieron que apelar, poner en funcionamiento toda la maquinaria de nuestro Estado socialista de Derecho, y también hoy están caminando por las calles de sus respectivas ciudades.
Sin embargo, a esos que aprovecharon esas complejas horas para violentar a otros, para destruir; a esos que buscaron en el desconcierto una oportunidad para robar; a esos que creyeron que la Revolución se había desmoronado y que era tiempo de subir por la escalera del caos a golpe de insultos y pedradas, llegando a atacar incluso hospitales; a todos ellos se les rompió la ilusión de que sus acciones quedarían impunes, y hoy enfrentan las consecuencias legales derivadas de su conducta.
Los enemigos de la Revolución no tardaron en intentar convertir a esos imputados en «presos políticos», aun cuando siquiera han concluido los procesos judiciales. Como mismo en 1952 hubo quien intentó ungir a Batista con el sagrado atavío del revolucionario, hoy, el coro de la histeria reaccionaria intenta mostrar a ladrones y agresores como «tristes víctimas del régimen cubano», en una guerra semántica que trata de vaciar conceptos para tratar de dignificar lo incorregiblemente indigno.
Pero con Fidel, con ese mismo Fidel de 1952, respondemos hoy: «(…) para Jiménez de Asúa, el maestro de los penalistas, solo merecen ese concepto [delincuentes políticos] ‘‘aquellos que luchen por un régimen social de catadura avanzada hacia el porvenir”, nunca los reaccionarios, los retrógrados, los que sirven intereses de camarillas ambiciosas: esos serán siempre delincuentes comunes para quienes jamás estará justificado el asalto al poder».
(Tomado de Granma)