PARÍS, Francia. – Ha sido por más de 30 años maître de ballet de la Ópera de Viena. En Cuba fue bailarín y partenaire de Alicia Alonso, Josefina Méndez, Aurora Bosch y otras deslumbrantes bailarinas. Cuando renunció a la Compañía de Ballet de Cuba para irse del país lo enviaron a un campo de trabajo forzado hasta que le autorizaron la salida en 1968. En Europa, pero también en Australia y Estados Unidos, ha sido profesor de grandes personalidades de la danza clásica. El gobierno de Austria, país en que se naturalizó, le ha concedido las más altas condecoraciones. A sus 84 años, Carlos Gacio se mantiene muy activo, y no pasa un verano sin que le llamen desde diferentes academias para que siga impartiendo clases y enseñando a las nuevas estrellas del ballet.
Cuando lo llamé para hacerle esta entrevista, me dijo: “Chico, qué pena que con esto de la pandemia todo sea tan complicado, porque hubiera agarrado un avión, me hubiera ido un par de días a París y allí la hacíamos en vivo”. Con esto su personalidad queda mejor descrita, que todo lo que vendrá después en este intercambio.
―Me cuentas un poco de tus orígenes, de tus primeros pasos en la vida…
―Nací en Santiago de las Vegas en 1937, un día de San Lázaro, razón por la que mi nombre oficial es Lázaro Gacio, que no me favorecía mucho en aquel entonces para el ámbito un poco estirado del ballet, pues quedaba asociado a la cultura popular. Entonces, Miriam Gómez Acevedo, con quien tenía un noviazgo juvenil, me dijo que ella siempre había soñado con que su novio se llamaría “Carlos”. Y sin pensarlo dos veces le dije: “Pues de ahora en adelante ese Carlos soy yo”.
Por parte de mi madre, Basilia Delia Revuelta, mis abuelos eran campesinos. La familia de mi padre era gallega. Un primo de este era el dueño de la Academia Gacio, en Santiago de las Vegas, en donde cursé mis estudios primarios y secundarios. Mis orígenes eran modestos y bastó que un día, siendo niño, me llevaran a la finca de los abuelos a recoger papas para que decidiera qué rumbo tomar. El sol era abrasador, el calor ni te cuento, el polvo casi estelar, el surco infinito y la rudeza de la labor me dejó derrengado. Cuando terminó aquella faena solo me quedaba claro una cosa: el campo solo de paseo. Aquello, ni en juego, era lo mío.
―¿Surgió entonces muy pronto tu vocación por la danza?
―En efecto. Para ganarme la vida trabajaba de joven como lector de tabaquería. Ya había visto bailar a Alicia Alonso e Igor Youskevitch, ella en el papel de Odette y él en el del príncipe Sigfrido, y aquello me había dejado obnubilado. La elegancia, los gestos de refinado romanticismo, la estética general, todo contribuyó a mi fascinación. Haber visto algo tan hermoso y tener que coger la guagua de la ruta 76 para llegar hasta mi casa en Santiago de las Vegas, en donde vivíamos entonces, era lo más contrastante del mundo. Fue entonces que, con 18 años, me atreví a decirle a mi padre que quería estudiar ballet. Y muy serio él me miró, frunció el ceño y dijo: “Pues muy bien, si es eso lo que quieres estudiar, agarras tus maletas y te vas de aquí”.
―¿Cómo empezaste entonces?
―Como siempre he sido perseverante, me enteré gracias a un bailarín que conocí que en la calle 5ta. y Baños, en El Vedado, había una academia que dirigía Raúl Díaz. Me presenté allí y me recibió Raúl en persona, que me anunció que el costo de los cursos era de 12 a 15 pesos mensuales, un dinero que yo no tenía. Le dije la verdad y él me aceptó porque tenía buena figura y potencial, aclarando que le pagaría poco a poco en la medida de mis posibilidades.
Comencé entonces a recibir clases con Carlota Pereira y Luis Trápaga. Casi en paralelo me inscribí en la Academia de Arte Dramático Nacional en donde estudié durante tres años con alumnos como Roberto Fandiño (futuro cineasta que falleció hace unos años en Madrid), Ramonín Valenzuela, Manolo Yánez (que vive aún en París), el actor Julio Martínez Aparicio y muchos más. Recuerdo que caminaba entonces desde El Vedado hasta El Cerro, que era en donde me quedaba en ese momento. Por supuesto, como no quería que mi padre se enterara de mis estudios, me había cambiado el nombre y aparecía como Gregory Casale, un nombre con el que me mencionan en el primer programa de ballet en que participé años después. Hasta que un día Fernando Alonso me llamó y me preguntó: “Ven acá, ¿finalmente cómo tú te llamas?” Y entonces quedé como Carlos Gacio hasta el día de hoy.
―¿Entonces tus inicios tuvieron más que ver con la actuación que con el ballet?
―Efectivamente. En 1958 estaba en la Sala Talía actuando junto a Homero Gutiérrez, Eva Vázquez, Ángel Espasande y Griselda Noguera en una obra dirigida por Antonio Ramón Crusellas y titulada “Alta política”. Recuerdo que en una de las presentaciones alguien anunció que Alicia Alonso, que ya era una figura de renombre internacional, vendría a ver la pieza, y aquello me emocionó mucho. En 1959, la compañía se fue de gira por los países socialistas y a mí me dejaron fuera del viaje. Mientras, yo seguí actuando en el teatro, y recuerdo en particular una “Antígona” montada por Rubén Vigón en la que Miriam Gómez hacía el protagónico. Como bailaba en el cuerpo de baile del ballet al mismo tiempo, un día Fernando Alonso me llamó y me dijo que tenía que escoger entre ser bailarín o actor, pero las dos cosas no. En ese justo instante me decidí por la danza y entré a la compañía hasta que renuncié en 1967.
―¿Cómo era la compañía de ballet cubana en esa década de 1960?
―La compañía era muy profesional porque había una auténtica escuela de ballet que formaba a los bailarines. Recuerdo que hice muchas giras en ese periodo, en que nos presentábamos en la antigua Leningrado (San Petersburgo otra vez hoy), Moscú, Budapest, Bucarest, Varna… Por ejemplo, en Varna (Bulgaria) yo era el partenaire de Aurora Bosch cuando ganó la Medalla de Oro en el concurso que se desarrollaba en esa ciudad costera búlgara. Debo haberlo hecho muy bien porque un periodista me entrevistó y quiso saber cuál era mi posición en la compañía. Cuando le respondí que pertenecía simplemente al cuerpo de baile exclamó: “¡Si usted es solo cuerpo de baile y baila así de bien, no quiero imaginarme lo que son entonces los solistas y bailarines principales!”. Fernando Alonso que estaba oyendo la conversación me ascendió a primer solista en cuanto regresamos a La Habana.
―¿Supiste de aquella famosa gira del Ballet Nacional de Cuba por París en que 11 bailarines desertaron?
―No solo lo supe, sino que fui testigo pues formaba parte de la gira. Fue en 1966 y bailábamos “Giselle” y “Espacio y movimiento”, un ballet un poco moderno de Alberto Alonso con música de Igor Stravinsky para el festival de danza del Teatro de los Campos Elíseos. Recuerdo que en los camerinos me encontré con el bailarín Jorge García quien, por cierto, falleció hace dos años y vivía entre París y Lisboa. Estaba muy nervioso y no se le podía achacar al espectáculo que iba a comenzar porque no era un novato. Asombrado, indagué qué le pasaba, y después de mucho titubear me preguntó: “¿Tú te quedas en París o sigues con la gira?”. Yo no pensaba quedarme, de modo que seguí con la gira. Fue en ese viaje en que también se quedaron en París Lorenzo Monreal (exesposo de Laura Alonso y padre del único nieto de Alicia), Julio Medina, Eduardo Recalt, Jaime Gil Toledo, Ricardo Núñez, Héctor Núñez, Maximiliano Ramos Izquierdo, Jorge Luis Lago Delgado y Manuel Nasco Castro. Curiosamente todos hombres.
Pero la vida y las casualidades son increíbles porque después de aquellas presentaciones en París tomamos un avión húngaro para llegar a Budapest y debido a una tormenta tuvimos que aterrizar en Viena. Yo rogaba por que la tormenta siguiera para que nos dejaran bajarnos y poder caminar por la capital austríaca. Quién iba a decirme que pocos años después viviría aquí y haría de esta ciudad mi hogar definitivo.
―Pero después de París duró poco tu participación en la compañía…
―Apenas un año. Yo había bailado en 1966 “La fille mal gardée” como pareja de Alicia Alonso, algo que no está exento de anécdotas porque recuerdo que Fernando Alonso me preguntó si me atrevía a bailar con ella, ya que Azari Pissetski, su partenaire ocasional, se había dañado la cadera. Yo, con humor, reconociendo que Alicia era insuperable, le devolví la pregunta preguntándole si ella se atrevía a bailar conmigo. Por supuesto, a Alicia, que no tenía ningún sentido del humor, no le gustó mi respuesta, pero finalmente lo bailamos.
El caso fue que durante mi estancia en París había conocido a Vittorio Biagi, director del ballet de la Ópera de Lyon, quien se había interesado en mí y me notificó, estando ya de vuelta a La Habana, que esa institución quería contratarme por un año. Fui a ver a Fernando Alonso y le pedí su autorización para permanecer un año en Lyon. Su respuesta fue: “¿Tú ves el polvo que hay encima de esa mesa? Pues yo no muevo ni un dedo para quitarlo como no lo muevo para darte la autorización”. Le recordé que no había sido, habiendo podido serlo, uno de los 11 desertores de París. Pero aun así, permaneció inamovible en su posición y, en ese momento, me di cuenta de que tenía que irme definitivamente de mi país.
―Irse del país en aquellos tiempos era prácticamente una tragedia y se lo hacían pagar muy caro a quienes pretendían irse. ¿Fue también el caso tuyo?
―¡Y cómo! Inmediatamente que presenté mi renuncia en septiembre de 1967 vino un inspector a mi casa para hacer el inventario de mis bienes, pero como vivía con mis padres no pudo inventariar nada.
Imagínate, sin poder entrenar ni hacer nada. La única que me tendió una mano fue la bailarina y coreógrafa rusa Anna Leontieva, nacida en 1919 en Petrogrado, que vivía en Cuba con su madre (bailarina del Teatro Imperial Marinski) y que había venido a Cuba con el Ballet Ruso de Montecarlo en 1941. Anna tenía su propia compañía antes de 1959 y había sido profesora de ballet del Lyceum Lawn Tennis Club de La Habana entre 1952 y 1951. Vivía en Miramar, en la calle 5ta A entre 42 y 44, y en su casa tenía un estudio con barras y espejos para ensayar. Me vio tan desesperado que me dio las llaves de su estudio y me dijo que podía ir las veces que quisiera a bailar. La pobre, creo que se suicidó en esa misma casa en 1979.
Poco después, en diciembre de 1967, recibí un telegrama que me convocaba para ser internado en un campo de trabajo forzado o UMAP (como les llamaban por sus siglas de Unidades Militares de Ayuda a la Producción). Ya sabíamos lo que era aquello y me vi durmiendo en el piso, sin ducha, haciendo las necesidades como las gallinas, comiendo una especie de sancocho para puercos. Después me mandaron para un albergue llamado Chirigota que quedaba entre Bauta y El Wajay, en idénticas condiciones, y nos daban hipotéticamente un pase cada 15 días a condición de que cumpliéramos con las metas que nos ponían en el trabajo agrícola. Pero como aquellas normas eran imposibles de cumplir, nunca teníamos el famoso pase. En una ocasión, estando en esos trabajos, me encontré con un guajiro que se me quedó mirando y me dijo que él creía conocerme. Le dije lo que yo era (bailarín) y cuando oyó mi nombre enseguida se dio cuenta de que yo era el hijo de un amigo suyo. Así fue como me enteré de que para aquellos campesinos nosotros éramos unos criminales porque eso era lo que el Gobierno les decía para que no se mezclaran ni se comunicaran con los que estaban internados en aquellos campamentos. Su asombro fue grande cuando le revelé que ninguno de nosotros era delincuente, sino arquitectos, médicos, artistas, profesores, etc.
―¿Cómo lograste salir de aquel calvario?
―Me habían enviado a otro campamento a recoger caña, 10 kilómetros tierra adentro del Mariel. Una noche, estando durmiendo ya, oigo entre sueños una voz potente de hombre que dice varias veces mi nombre. Yo creía que estaba soñando, pero era mi hermano que había venido corriendo desde La Habana para decirme que había llegado a casa el telegrama anunciándome que me autorizaban a irme del país, vía España. ¡Imagínate que estrés! Salir de un campo en donde cortaba caña todos los días para, en menos de 24 horas, prepararlo todo y coger un avión. Fue entonces que, al día siguiente, cuando llegué al aeropuerto, sin apenas poder despedirme de nadie, me dijeron que mi visa española estaba vencida. Para arreglar aquel problema tuve que ir a un lugar siniestro que quedaba en El Laguito del Country Club, en donde se tramitaban todas esas cosas y donde me cambiarían el vuelo para el 5 de enero de 1969, en lo que lograba renovar la visa en el Consulado de España.
Cuando me vi en el avión rumbo a Madrid no me lo creía. En el vuelo venía Bola de Nieve, que al verme exclamó: “Mulato, ¿pero qué tú haces aquí? Le informé que me iba definitivamente del país, algo que no le extrañó. Nos pasamos el vuelo haciendo cuentos y riéndonos, pero cuando aterrizamos en Madrid me advirtió: “En cuanto salgamos del avión recuerda que no te conozco”. Al parecer, en Barajas lo estarían esperando gentes relacionadas con el Gobierno de Cuba.
―¿Tus primeros pasos en Europa?
―Inmediatamente que empecé a caminar por Madrid me di cuenta de que aquella ciudad y el ballet no tenían nada que ver. Entonces contacté a Pedro Consuegra, un cubano que era secretario general de la Ópera de Marsella y que todavía vive en esa ciudad del sur de Francia, y me envió el dinero para que me reuniera con él. Fue un viaje de 22 horas en tren para recorrer el tramo Madrid-Marsella. En cuanto llegué, me presentó a Joseph Lazzini y, a los 10 días de haber salido de Cuba, ya tenía un contrato con una compañía profesional de ballet. Poco después, el 5 de febrero de 1969, esa compañía viajó a Venecia para presentar “La Bacanal” de la “Tannhauser” de Richard Wagner en el teatro La Fenice. El tren paraba varias horas en Milán y yo me bajé corriendo para ir a ver La Scala, aunque solo fuera desde el exterior. ¡Salir de un campo de concentración en Cuba y bailar un mes después en La Fenice de Venecia es algo que no sucede casi nunca!
En Marsella, permanecí tres años y medio. Lazzini dejó de ser el director, vino Rosella Hightower que me catalogó como solista y a esta le siguió Roland Petit. Yo tenía ya 32 años y Rosella me hizo entender que podría haber cambios con Petit y me dijo en francés: “Arréglatelas como puedas”. Fue entonces que un amigo bailarín que vivía en Alemania me consiguió el puesto de primer bailarín en Gelsenkirchen, un pueblo industrial de Renania con un teatro espectacular. De allí pasé gracias a una amiga bailarina al teatro de Munster, otra ciudad renana.
―Y Alemania puso fin a tu carrera de bailarín, según tengo entendido.
―Sucedió que estaba bailando un Pas de six con música de Bela Bartok para un ballet dirigido por Ricardo Núñez y, en un salto, se me rompió el tendón de Aquiles. Tuve, en parte, suerte de que me enviaron a una clínica de Hamburgo en donde un doctor que era más mago que médico me lo reconstruyó de manera que no me quedó ninguna secuela al caminar. Eso sucedió en octubre de 1973. Estuve seis semanas con yeso. Ricardo Núñez empezó a tener problemas con el director del Stadtische Buhne de Munster, que no aceptaba que él viviera con su pareja homosexual y yo, entre tanto, recibí una invitación de Fred Marteny, a quien había conocido en Marsella, para que fuera maître de ballet en el Stadttheater de Klagenfurt, un pueblo recóndito austríaco, próximo a la frontera con Eslovenia, en donde trabajé todo el 1975.
―¿Cuándo llegó entonces Viena a tu vida profesional?
―Estando en Klagenfurt, recibí una carta de la amante de Marteny diciéndome que el Theater an der Wien (la antigua Ópera de Viena), donde había vivido Beethoven durante tres años, buscaba un profesor de ballet. Fue entonces que me presenté y el director me contrató. Como tenía las tardes libres y el salón de baile del teatro se quedaba vacío se me ocurrió empezar unos “cursos abiertos” para todo el mundo, no solo para alumnos de la Escuela. Esas clases empezaron a tener tanto éxito, incluso entre los propios bailarines de la Ópera de Viena, que en poco tiempo tenía hasta 40 alumnos. Tanto resonaba mi nombre que Gerhard Brunner, director de la Ópera de Viena, oyó hablar de esos cursos y me pidió asistir a uno. Le gustó tanto que inmediatamente me propuso un contrato con la ópera que él dirigía y en la que llegué a preparar hasta 132 espectáculos al año y 92 ballets en los 10 meses de temporada. En 2003 me retiré oficialmente, con 25 años de trabajo allí sin interrupción, y cuando cumplí los 60 años el Gobierno de Austria me otorgó el título oficial de “Professor” (que viene desde la época imperial de los Habsburgo). Al retirarme me concedieron la Cruz de Oro de Honor de las Ciencias y las Artes, en medio del cariño y los honores que mi país nunca me dio.
―¿Y Cuba en todo esto? ¿Qué contactos tuviste justamente con el Ballet Nacional después de tu salida?
―Estuve 13 años sin ir a Cuba y sin ver a mi madre que nunca se fue de la Isla. En 1981 Brunner quiso incluir “Giselle” en el repertorio de la compañía y yo le hablé de la existencia de una versión cubana creada por Alicia Alonso. Me dio entonces la misión de contactarla y en menos de dos días pude localizarla en Palma de Mallorca, en donde estaba bailando. Cuando llamé me salió Mayda Bustamante, que era la secretaria de Alicia. Le dije que se trataba de una invitación para la Ópera de Viena y enseguida me la pusieron al teléfono. Me presenté como alguien que trabajaba para Brunner y al final de la conversación Alicia preguntó: “¿Y tú quién eres?”. Cuando le respondí que era Carlos Gacio, añadió: “¿Y tú crees que yo no iba a reconocer tu voz?”.
El caso fue que cuando las cosas maduraron, me enviaron a Stuttgart, en donde estaba la compañía cubana después de Palma, para que firmara el contrato. Para mí era el desquite más grande que la vida me ofrecía, porque podía demostrarle a aquella gente que, por encima de la política, lo que contaba era el arte y el profesionalismo. Todas las bailarinas importantes de mi periodo en Cuba, excepto Mirta Pla, me habían vituperado cuando se enteraron de que me iba del país. Ahora mi venganza era maquiavélica porque pasaba por encima de Josefina Méndez, la asistenta de Alicia en ese momento, para servir de embajador entre la Ópera de Viena y la diva cubana con miras a sus presentaciones aquí.
Y se montó “Giselle” y, como siempre, el éxito fue rotundo. Entonces me borraron aquella mácula de gusano, ya que forzosamente me veían todos los días mientras duró la estancia de ellos en la capital austríaca. Esto coincidió con los famosos viajes de la comunidad, agenciados por el gobierno de Carter, en el que autorizaban a los cubanos que se habían ido a que regresaran a la Isla para visitar a sus familiares. Un año después de aquel episodio de Viena, decidí regresar para ver a mi madre que había sido la persona más importante de mi vida. Al parecer, Alicia se enteró de que yo estaba en Cuba y por mediación de Ricardo Rey Mena me hizo saber que quería verme. Había recibido entonces la “absolución divina”, pero les había dado también, a mi manera, una gran lección.
―¿Seguiste teniendo relaciones con ella?
―Sí. Independientemente de las valoraciones políticas y lo mucho que divergíamos en ese sentido, Alicia ha sido la bailarina más grande que ha dado América Latina y el mundo hispanoamericano. Sin lugar a dudas. Por el 50 aniversario de su compañía ella me invitó personalmente y yo acepté. La vi incluso antes que muriera en su casa en el Country Club, en donde había que pasar tres controles de seguridad para llegar. Allí estaba ya en muy mal estado. No veía, cosa que sabemos, pero casi no oía tampoco. Después que demoró bastante tiempo en entender a Pedro Simón que le decía que era yo, le extendí un ramo de rosas que le llevaba. Entonces empezó a acariciarse las mejillas con las rosas y me dijo: “¿Tú ves? Yo no veo, yo no oigo, pero siento como las flores acarician mi piel”. Creo que esto define perfectamente la personalidad de Alicia.
―¿Qué piensa Carlos Gacio de la escuela cubana de ballet? ¿Es cierto lo que algunos dicen que se ha vuelto más circo y acrobacia que ballet?
―Las escuelas cambian con el tiempo y las condiciones económicas de los países. Hay escuelas que han tenido grandes periodos de esplendor y luego han pasado por situaciones de decadencia increíbles. La escuela de la Ópera de París es excepcionalmente buena, no es un mito, pero en los últimos tiempos se oye hablar menos, tal vez porque hemos atravesado este tiempo de pandemia en que muchas tournées han sido anuladas. La escuela cubana es la más joven de todas, si se tiene en cuenta que la francesa, la italiana, la rusa, la vienesa y otras, son centenarias. Es la única verdadera escuela del mundo hispano. En su origen y durante décadas la escuela fue muy buena, pero es cierto que en los últimos tiempos se ha extralimitado en el tema de las acrobacias. El ballet es algo sutil, refinado, romántico. No un acto de ejercicios de circo para impresionar al público. El que quiera ver proezas de saltos y giros puede perfectamente verlos con los acróbatas bajo una carpa que, dicho sea de paso, lo hacen mejor que cualquier bailarín. El ballet se caracteriza por la delicadeza, no por la vulgaridad. La escuela cubana de ballet debe retomar su curso original. Y al que le sirva el sayo…
―¿Y qué haces hoy?
―Vivo muy tranquilo en Viena, paseo a mi perra Julia, leo durante los largos inviernos. No paran de llamarme para que siga dando cursos de verano pues he dado muchos en mi vida en Australia, Estrasburgo, Zurich, Buenos Aires, Colonia, la isla de Ischia, y muchos sitios más. Hace apenas unos días me llamaron desde Grado, en el norte de Italia, para garantizar que este verano vaya a dar el curso que imparto allí desde 1992. Y yo le digo a la directora que tengo 84 años y que si cree que debo estar en esto todavía. Entonces me responde: “Si no lo haces tú, entonces me retiro yo”.
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