Desde hace varios meses, mi participación ciudadana en el archipiélago virtual cubano es esporádica. Ha estado fundamentalmente restringida a escasos sucesos personales, o a brindar likes, “me encantas” o “me importa” a publicaciones de amigas/os, confieso que, a veces, ofrecidos más por solidaridad que por entusiasmo. Mi sociopatía en las redes sociales tiene un largo historial médico, pero creo que el pasado 20 de octubre, día de la cultura nacional, luego de pasar muchos otros días sumergido en la cibercubanidad, fue que llegué incluso a desactivar mi cuenta en Facebook. El lleva y trae digital desatado en octubre, con el inicio de la independencia de 1868, con la bandera, con el himno cubano o ahora en enero con Martí, me dejan literalmente sin cerebro, citando a mi tía Micaela.
Reconozco mi incompetencia para interpretar la riqueza que habita en el homo digitalis/distractus. Algunos me tildarán de pusilánime o patriota analógico, que no entiende los desafíos de la Nación digitada ni su “momento histórico” en las redes sociales. He sido incapaz de insertarme en la aldea global que (inter)fragmenta a Cuba en tantos trozos como subjetividades la imaginan. Pero cada aldea tiene sus lobos esteparios, y no debo ser el único que decida correr y alejarse de la mortal info-polidemia que nos acecha.
Claro, que mi presunta desconexión al ciberespacio es a medias, quedan, por necesidad familiar y de trabajo, el Whatsapp, Messenger, Youtube, Twitter, casi nada. El camino de escape a una analógica gruta tiene lodos por doquier, en tierras arrasadas por fuegos de odio que tienen como camino proxys, que no aproximan a nadie. Este tipo está deprimido, será el diagnóstico definitivo que se haga sobre mí. Y sí, me deprime la Cuba virtual que veo, todavía más que la “real”, aunque la real es un reflejo indeleble de la virtual. Una amiga sabiamente me dice que en las redes sociales no hay debate, hay opresores y derrotados.
Es en el llamado ciberespacio donde se enervan las intolerancias políticas, los prejuicios, los racismos, los machismos, que en la cotidianidad insular o diaspórica se ocultan bajo el manto de la ironía, el choteo, o la defensa a ultranza de una “cubanidad imaginada”. La confirmación vergonzosa del cyberbullying político como método para dirimir asuntos trascendentales, corroe como el ácido y como bumerán genera un nacionalismo radical ambidiestro que casi viste de camisa parda. Los odiadores de un extremo y de otro fingen ser promotores de diálogos [sordos], siempre desde sus marmóreas trincheras de troyanos virtuales.
En estos meses de fuga de lo virtual a lo real, intento entender lo que [me] sucede, de dónde vienen esa angustia y cansancio que me provoca la antesala tropical del añorado [¿socialista? ¿capitalista?] Metaverso, y a dónde nos pueden conducir estas políticas virtuales de la enemistad. En la novela cyberpunk Snow Crash, escrita por Neal Stephenson en 1992, es posible encontrar algunas pistas del origen de esta distopía juguetona, donde estamos convocados a concurrir como a feria de vanidades. Según la ficción narrativa de Stephenson el snow crash es una especie de virus capaz de quitarle a las personas la capacidad de pensar crítica e independientemente, limitándolas a rutinas que, una vez aprendidas, no pueden ser modificadas.
Resulta impactante la realidad imaginaria que describe el escritor estadounidense en el relato, a través de la actividad de Hiro, su protagonista. En ese cada vez más atractivo Metaverso —ya anunciado desde los años 90— “muchos son fans psicópatas corrientes y molientes, obsesionados con la fantasía de matar a cuchilladas a alguna actriz en particular; en la Realidad no pueden ni acercarse, así que se conectan al Metaverso para acechar a su presa”. Otros, como uno de los hackers de la Nueva Sudáfrica que la novela recrea, se preocupan porque en esa realidad virtual “no hay negros, amarillos ni judíos a los que moler a palos”.
Sin embargo, la aspiración de Hiro, y de muchos otros/as en el Metaverso, es sentir el impacto, como en la vida real, del golpe que dan con la espada virtual en el cuello de un avatar perseguido. Es la sensación que a veces nos asfixia en ese ciberespacio donde el acoso, el acecho permanente, el linchamiento moral, la descalificación y el despropósito se diseñan para asesinar a las personas, quebrando su cuello con movimientos bien entrenados, igual a los de Hiro.
Por eso, llega el cansancio de la hacker Juanita en visitar el Sol Negro, que es una parcela del Metaverso creado por Neal. Luego de mucho trabajar ella “ha decidido que todo es falso, que, por bueno que sea, el Metaverso distorsiona la forma en que la gente se comunica, y ella no quiere tales distorsiones en sus relaciones”. Y también Hiro en algún momento llegará a saber que “el Metaverso se ha convertido en un sitio donde se puede morir. O al menos donde te pueden freír el cerebro de forma que para el caso igual daría estar muerto”.
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Trincheras cubanas en el ciberespacio
La novela antes citada no es el único material de ficción o de análisis científico que desde hace varias décadas colocan señales de aviso. Textos como Cibercultura de Pierre Lévy; el bestseller internacional La Era del Capitalismo de la Vigilancia de Shoshana Zuboff; o en una nota más pesimista La sociedad del cansancio de Byung-Chul Han, sin dudas muestran los desafíos de la omnipotente y omnipresente arquitectura digital. Un proyecto social emancipador, contrahegemónico y popular debería pensar seriamente en las humanidades digitales como camino al diálogo verdadero, donde la sabiduría y la cultura nacional no terminen en suicidio, como reflexiona el intelectual cubano Juan Antonio García Borrero.
Instalar políticas de enemistad como método de guerra para disputar el entramado político y cultural de una cibercubanidad, en defensa de supuestos ideales democráticos, como mínimo es irracional, por no decir apócrifo. Del lado que venga la manipulación y con los propósitos que tenga, el fomento de la enemistad solo traerá escenarios de guerra, impiedad, rupturas y odios. Según Achille Mbembe1 hace mucho las democracias liberales (y algunas supuestamente socialistas) entendieron que el lazo de enemistad permite “normalizar la idea según la cual el poder no puede adquirirse y ejercerse sino a costa de la vida del otro”.
Siguiendo el razonamiento del filósofo camerunés, entonces el ciberespacio se muestra como el escenario de guerra ideal donde se pueden experimentar las más sofisticadas armas para crear enemigos: “Que tales enemigos existan o no en los hechos importa poco. Basta con crearlos, encontrarlos, desenmascararlos y llevarlos a la luz del día”. Pues, con razón Mbembe muestra que “Al igual que ayer, la guerra contra enemigos existenciales vuelve a ser comprendida en términos metafísicos […] Esos enemigos con los cuales no es posible ni deseable ningún entendimiento aparecen generalmente bajo los rasgos de caricaturas, de clichés y de estereotipos”.
Y es en este punto que mi sociopatía en el Metaverso se convierte en la comprensión crítica de esa Cuba digitalizada que desdibuja lo que somos hoy y seremos en el futuro cercano. Entonces debo regresar, no como Hiro a destrozar pescuezos de un tajo, sino a intentar (re)crear otra Humanidad en ese Metaverso, donde las distopías den espacio a la utopía de no convertirnos en autómatas sonrientes, ilustrados y fríos. Realidades paralelas donde pierdan protagonismo los aburridos y grises avatares del odio y la enemistad que pululan en la cibercubanidad, para dar espacio en el Metaverso a redes y puentes de amor y de amistad…esa definitivamente será la Cuba de Martí, no otra.
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Notas:
1 Achille Mbembe. Políticas de la enemistad. Futuro Anterior Ediciones, 2018, p. 79.