EL BOSQUE
San Antonio de los Baños es un don del Ariguanabo. Más que eso: es un pueblo con un bosque, es un bosque con una laguna, es una laguna con una escultura enigmática. Allí vive un soñador que quiso, siguiendo la ruta de Playitas de Cajobabo a Dos Ríos, sembrar todos los árboles que el Maestro menciona en su Diario de Campaña. El resultado es sencillo pero rotundo: en San Antonio, Martí no es un busto sino un bosque.
El bosque martiano se inauguró un 19 de mayo de 1994, para trocar la muerte en vida y la caída en ascenso. Una década después, cuando pasó el “Charlie”, aquel ciclón apodado “el carpintero”, el bosque casi desapareció. Me cuenta Felo, que es el soñador del que hablaba, que el destrozo fue tan grande, que cuando su hijo lo vio le dijo: “Vamos, pipo, que mañana recomenzamos”. A lo que él respondió: “¿Mañana? No, ahora”. Y es que Felo es el antónimo de lo imposible porque sabe que un hombre es el sentido de su vida.
En el bosque uno puede encontrar árboles traídos desde el Oriente cubano: el duro caguairán, el útil najesí, el frondoso laurel, el antiquísimo mije, la poderosa ceiba, la espléndida palma real. También puede hallar tocones que resumen el vía crucis martiano; piedras colosales que salpican el paisaje como capitulares del libro de la naturaleza; calderos en los que se preparaba la comida de los esclavos; un brocal que recuerda cuán difícil era sacar el agua para la siembra; o los gérmenes de lo que será un museo hidráulico, con una fuente rescatada de la indolencia y tuberías que hace cien años sacaban el agua del manantial y que hoy parecen serpientes de hierro azules reptando sobre la yerba.
Leonor Menes. (Tomada de la Jiribilla)
Sitio especial ocupa la réplica de la campana de La Demajagua —regalo del historiador Eusebio Leal—, la cual repica al viento porque, como dice Felo, “¡en Cuba, la campana de Céspedes no debe dejar de sonar nunca!”. Más allá hay un monumento a Cinco Palmas, otro a la mujer y un dibujo rupestre que resume los meandros del río Ariguanabo. Sobre un promontorio, se simula la cueva de Juan Ramírez, que es donde, me confiesa Felo, suele pasar los aguaceros. Allí una cita martiana nos recuerda que “subir lomas hermana hombres”.
Pronto veremos también un monumento al árbol, en el que Felo tiene depositada toda su fe. Y es que aquí los árboles crecen amorosos porque son plantados sin odio. No por azar en la bandera del pueblo, cuyo diseño ideó el propio Felo, se yerguen una ceiba y una palma, recordando a aquellas que, en 1512, hallaron los españoles marcando el sumidero.
En el bosque pueden encontrarse árboles traídos desde el Oriente cubano. (Tomada de la Jiribilla)
Con paciencia, con perseverancia, pero sobre todo con respeto, este hombre de 78 años empatiza y convence. Habla bajito, con una mezcla de mesura y pasión, y su palabra es clara y sanadora. Su ejemplo obliga a ser bueno. Con él trabaja un joven, Deivi González, a quien vi acumulando hojas de yagruma al pie de una ceiba. “¿Por qué haces eso?”, le pregunté. “Porque sé que a él le gusta”, me respondió. Y es cierto, esa ceiba hace mucho que se la regalaron a Felo como un bonsái, pero fue plantada allí el 11 de abril de 1995, a las 10 de la noche, justo cuando se cumplían cien años del desembarco de Martí y Gómez por Playitas. Esa ceiba es un bote que echa ramas y raíces, y las hojas de yagruma son la espuma del mar.
“El bosque martiano se inauguró un 19 de mayo de 1994, para trocar la muerte en vida y la caída en ascenso”.
LA LAGUNA
Durante meses, que quizás sumaron años, Felo conversó con los matarifes que arrojaban vísceras a la laguna de oxidación del pueblo. A las cinco de la mañana se levantaba para convencerlos. La película se repetía una y otra vez. Parecía una pelea inútil. Pero el hecho es innegable: lo que ayer era símbolo de muerte, hoy es sinónimo de vida y alberga todo un ecosistema saludable de aves y clarias y jicoteas. La otrora laguna de oxidación es ahora laguna de oxigenación. Donde antes se pudrían cuerpos, hoy se purifican almas. La vergüenza del pueblo se ha vuelto orgullo.
LA ESCULTURA
En una de las esquinas de la laguna del bosque martiano, sobre una piedra sombreada por un laurel agradecido, hay una joven desnuda petrificada en el instante en que se inclina para lavarse el cabello. El gesto compacto y la hechura casi minimal dibujan un pensamiento. ¿Es piedra caliza? De acuerdo con mi amigo el geólogo Rodolfo Chacón Rodríguez, sí.
Me cuenta Felo que esta escultura llegó al pueblo en la década de los 40. “No fue Quidiello quien la trajo”, me aclara. Y vale la aclaración porque Quidiello, además de ser un artista célebre por su trabajo y por su arroz con mandarina, fue un hombre que se dedicó a preservar el patrimonio ariguanabense. El hecho es que la escultura es una obra sin firma, no se sabe quién la hizo, ni cuándo, ni dónde, ni por qué, ni cómo llegó a San Antonio. Es un enigma devenido imagen y, por tanto, es poesía. Eso, de por sí, ya sería suficiente para una leyenda, pero no es todo.
La emplazaron en La Quintica, al borde del Ariguanabo, en un lugar donde la gente solía compartir e ir a beber. Parece ser que un borracho la desprendió de un golpe y, allá por los años 80, cayó al río. No se supo más de ella hasta que, en 2001 o 2002, un hombre se presentó en el bosque martiano para ver a Felo: “Yo sé dónde está La muñeca”, le dijo. Al otro día, bien tempranito, Felo y el hombre fueron a La Quintica. Era época de seca y el río estaba poco profundo. Allí, bajo las leves ondas del agua y camuflada por el limo, podía verse la escultura. ¡Veinte años llevaba sumergida la joven de piedra! ¡Veinte años durante los cuales el río la fue arrastrando hasta que alguien la vio!
Días después, Felo, ayudado por un par de jóvenes y con un camión que tenía una grúa detrás, rescató la escultura. Tan pronto halló una piedra grande, la colocó en una de las esquinas de la laguna de oxidación y sobre ella instaló a la que bien puede llamarse la sirena del Ariguanabo.
“La escultura es una obra sin firma, no se sabe quién la hizo, ni cuándo, ni dónde, ni por qué, ni cómo llegó a San Antonio. Es un enigma devenido imagen y, por tanto, es poesía”.
No hay arte mayor en esta figura anónima sino carga simbólica en su rescate. Por eso me agrada que hoy, cual metonimia perfecta, la sirena del Ariguanabo sea el signo de una laguna, que es el orgullo de un bosque, que es el símbolo de un pueblo.
Cuentan que, en Copenhague, hay una sirena de bronce que contempla el mar, sentada en una piedra. Quizás haya nostalgia en su mirada; nostalgia de un pasado perdido, que ya no le pertenece.
Me consta que, en San Antonio de los Baños, hay otra sirena, arrodillada sobre una piedra, justo al pie de una laguna. El rostro esquivo, el gesto sereno, parece dueña de un pasado, mitad historia, mitad misterio.
Y es que los pueblos son como los árboles, que solo crecen si afincan las raíces.