La noticia corría por La Habana sin que ninguno de los medios de la prensa oficial pudiera o quisiera confirmarla. De no ser por el fervor con el cual se dispersaba, podría creerse que era una invención más, un chisme o una broma acerca de un atrevimiento improbable. Pero lo que se difundía de boca en boca era cierto: en la pequeña sala de un apartamento del Vedado, se estaba presentando un espectáculo teatral que cada noche podían presenciar no más de ocho espectadores.
La puesta antes mencionada se llamaba La Cuarta Pared y estaba a cargo de un joven que hasta ese momento no tenía más que un espectáculo anterior en su curriculum ante el público habanero. Los Gatos, ese montaje previo, se había presentado en varios espacios, incluida la sala Hubert de Blanck por autorización de Raquel Revuelta, su directora. Pero La Cuarta Pared fue más allá, y poder entrar a ese espacio tan reducido durante dos horas en alguna de esas noches de 1988, devino en sí una suerte de iniciación que removió la estructura de lo que por décadas había sido una idea del teatro cubano, y aún mucho más que eso.
Víctor Varela fue el director de ese núcleo que durante meses ensayó y estrenó, a partir de una primera idea basada en Seis personajes en busca de un autor, la célebre pieza de Pirandello, que fue luego desechada para dar origen a La Cuarta Pared. Sin palabras, mediante cadenas de acciones y sonidos guturales, una violencia contenida y un desgarramiento que ponía en duda la imagen promisoria de una juventud educada bajo los patrones de la Cuba socialista, el espectáculo sacudió a sus espectadores y marcó un punto de giro en la relación entre la escena y sus receptores.
Cartel de La Cuarta Pared, 1988
Si ello no fuera poco como concepto, añádase a su impacto que la puesta se creó fuera del sistema de control y subvención del Ministerio de Cultura, y que sus representaciones en el domicilio de la coreógrafa Marianela Boán —en aquel momento pareja de Víctor Varela—, se salían de todos los márgenes concebibles para la época. La mera idea de un teatro alternativo o independiente en Cuba rompía el molde de un férreo espacio de sobre/protección, promoción y censura más o menos disimulada, que operaba como una maquinaria sólida, y que de repente no tenía respuestas ante el desacato que implicaba la noticia de ese espectáculo.
Los orígenes del teatro independiente cubano
Para 1959, cuando el ejército de los rebeldes llega a La Habana y toma el control del país, el teatro cubano se dividía en dos zonas muy claras: las puestas de entretenimiento y las que se iban acumulando en una cartelera que aspiraba a una noción más «artística». Pero en realidad el panorama era mucho más complejo, porque a veces ambos conceptos se entrecruzaban. Si los comediantes y artistas provenientes de la tradición vernácula aparecían en el Teatro Nacional —hoy Alicia Alonso— o en el Martí, en las pequeñas salitas que se iban abriendo a partir de fines de los 40 y sobre todo en la década del 50, directores como Andrés Castro, Francisco Morín, Modesto Centeno, Paco Alfonso o Adolfo de Luis, pugnaban por crear un movimiento teatral más diverso, acudiendo a textos de Tennesse Williams, García Lorca, William Inge, Jean Cocteau, Alberto Moravia o Jean Paul Sartre, entre algunos escasos dramaturgos criollos. Con esto se proponían dar aliento a sus grupos, que sobrevivían por lo general sin más apoyo que el que sus integrantes aportaban con gran sacrificio, y la mínima ganancia de la taquilla. Prometeo, Las Máscaras, Arlequín, eran algunos de los puntos cardinales de ese intento, al que se añadieron también grupos de teatro para niños y de títeres, como La Carreta o el Guiñol Nacional de Cuba, fundado en 1957 por Carucha y Pepe Camejo junto a Pepe Carril.
Los hermanos Camejo Foto: Blog de Gina Picart
Con una pieza de Sartre, precisamente, Erick Santamaría había obrado el milagro de la función diaria, a partir de su éxito con La ramera respetuosa, en 1954. Ese fue el detonante de una idea más novedosa en dicho contexto, y las pequeñas salas en el Vedado o las cercanías del Prado habanero, abrieron poco a poco el diapasón a nuevas ambiciones y discusiones. Pero eso operaba en una especie de burbuja, en la que no pocas veces muchos de esos grupos morían casi apenas creados, ante la indiferencia oficial, la falta de subv