Ya tenemos grupos de Facebook que recogen nuestros disparates en el ejercicio de la contemporaneidad. No buscan mucho más que divertirse, que en definitiva, es la mejor de las razones. Los he visto de arquitectura, de paisajismo, bastante gamberros. Colectan evidencias de malas praxis, grafitis, señaléticas arrabaleras, signos torcidos de toda clase. Estoy al tanto y guardo a menudo no pocos ejemplos.
Mientras más tiempo paso lejos de mi entorno y de las sacudidas calles de mi ciudad natal, la angustia del desapego gana peso. Remolcado por la locomotora bruta de las circunstancias: una realidad inesperada, el destino —o como cada cual guste nombrarlo—, nos arrastra lejos de las fuentes primarias de identidad. Los hilos que nos unen a nuestros rincones favoritos, a los amigos, incluso a los baches, a los accidentes geográficos, a esos animalitos callejeros que encontramos a diario cuando salimos, van saltando violentamente, uno por uno. No todos, por supuesto. Ciertas conexiones nos son demasiado cercanas para permitirnos el descuido.
Uno de los vínculos persistentes para mí, no es nuestra ciudad, sino su idea. Porque la real no la reconozco más como propia. Dejó de ser. Y lo peor es que resulta demasiado pronto para encontrar un reemplazo donde desenrollar los mapas que me localizan en el espacio. A pesar de todo, su imagen atesora vestigios de lo que fue en su día. Difíciles de encontrar bajo su manto de mugre. Ha tenido que soportar demasiado y temo que aún está lejos del reposo.
La rampante chapucería con que los tontos la torturan me encarroña el ánimo. Esto no es diseño, ni comunicación, es nada. Son los murmullos de una áspera incultura. Los garabatos que el tonto de la tribu arañaba en las paredes de la gruta donde lo dejaban encerrado. La civilización desarrolló desde entonces estrategias, recursos para protegerse de los sociópatas, de los asesinos y delincuentes. Los rectores crearon cuerpos policiales, tribunales y cárceles para mantenernos a salvo. Sin embargo, los delincuentes gráficos andan sueltos, cometiendo crímenes de ‘leso semblante’. Masacrando el ámbito significante, tirando de nosotros hacia el lado animal. Son tantas las urgencias de la supervivencia que estos desmanes pasan inadvertidos. Y quedan ahí, como comentamos cada semana, y se naturalizan.
Hay un punto de no retorno. Un punto en que dejamos de ser civilización para reconvertirnos en tribu, para empezar a ver enemigos en cada vecino, en el edificio contiguo, en el barrio que muta a ciudadela, donde lo que importa no es el todos sino el yo propio. A ese estado se llega por muchos trillos. Algunos tranquilos y floridos, aparentemente inofensivos. Como el del lenguaje, si tomamos por tal todo lo que podemos frecuentar para ser escuchados y comprendidos e interactuar como entes sociales.
Estos ejemplos, que no me voy a tomar el trabajo de comentar, me producen más tristeza que otra cosa. Porque es una evidencia más —de las que apenas cuentan en el decursar de nuestro armagedón— de que nos hundimos y vamos todos como pueblo de regreso a la cueva, al gruñido, a los palos afilados, a nuestro pasado nómada recolector. Y allí abandonaremos el idioma, naturalmente, porque dejará de ser útil si ya no nos importa el otro. Una pena que tome tiempo verlo. Porque no había pensado seriamente que en mi ciudad natal lo humano puede ser reversible.
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