MIAMI, Estados Unidos.- Recientemente, a la salida de La Carreta de la Calle 40 me encuentro con el artista Humberto Castro, quien había terminado de almorzar e iba camino a su estudio, en una localidad cercana.
Hace tiempo, desde que estableció su exilio en el sur de la Florida luego de estancias en París y Nueva York, tengo el privilegio de su amistad. De hecho, en el año 1992 reseñé una de sus muestras en el semanario ¡Éxito!
Humberto es un artista multimedia, triunfante, con numerosas razones para ser feliz. También es uno de esos cubanos universales que nos honra donde quiera que se mencione y exhiba su esmerada creación, la cual ostenta un lenguaje muy propio e identificable, que en no pocos casos es la aspiración suprema de las personas que reflexionan y sueñan mediante dispositivos estéticos.
A Humberto le gusta conversar con los amigos, placer que ambos compartimos. Estaba muy contento con la reciente presentación en la Feria del Libro de Miami de la monografía que Francine Birbragher había escrito sobre su obra.
Libro de lujo, necesario a estas alturas de su carrera, que la dilucida minuciosamente. Una adición imprescindible a la bibliografía que estudia la evolución del arte cubano contemporáneo, verdadero aporte a nuestra cultura.
Catálogo deslumbrante de reproducciones que pertenecen al imaginario de una generación, llamada a marcar pautas ensimismadas, en medio del tormento totalitario, pero siempre en pos de la libertad.
La realidad cubana suele ser tema de conversación con Humberto. Es como un déjà vu el hecho de que jóvenes artistas hayan vuelto a tomar la iniciativa de emplazar al régimen para un diálogo imposible de sostener, como le ocurriera a su generación en los años ochenta.
Otra vez, el siniestro modus operandi de la dictadura vuelve a ponerse en práctica de manera exitosa para esquilmar el justo reclamo de los derechos humanos.
La generación del ochenta, en medio de la incertidumbre, fue ganando terreno para expresarse con cierta libertad en memorables muestras controversiales, alentadas por funcionarios de alguna vocación cultural, quienes luego debían retractarse de tantos afanes si los artistas se extralimitaban en su entusiasmo.
Humberto Castro se refiere a esta suerte de “isla que se repite” y le entristece lo ocurrido el 15 de noviembre, pero no es ajeno a la intolerancia consustancial de la dictadura, la vivió en carne propia, es la “naturaleza de la bestia”.
Su madurez, sin embargo, no admite espacio para el pesimismo. Apoya las ansias de libertad de los coterráneos, al mismo tiempo que tiene un compromiso creativo que cumple al pie de la letra.
Ese mismo día, cuando lo visité en el estudio, donde me entregaría una copia de su monografía, me mostró cuadros de los míticos años ochenta que su madre guardaba con celo, y ahora él se daba a la tarea de restaurar.
También hablamos del cine, tan caro a su trayectoria artística, y de la preferencia por coleccionar libros de arte.
En su estudio, Humberto da los toques finales a una obra de gran impacto político y estético. En el fondo abismalmente azul, se vislumbra un instante de la iconografía triunfalista del dictador, donde se baja del tanque de guerra durante el desembarco de la Brigada 2506 en Playa Girón, sólo que ahora los rostros son calaveras, convocan la muerte, mientras en primer plano flotan latas de sopa, donde las marcas han sido sustituidas por lemas sociales que atañen la necesidad impostergable de libertad.
Humberto Castro es dueño de una obra exploratoria universal de la belleza corporal, humana, en estrecho contubernio con la madre naturaleza y el devenir de la historia, de insospechados recovecos. Es un artista quimérico que inquieta y deslumbra. Frente a su imaginería nos quedamos felizmente indefensos, ante tan encantadora capacidad de sabiduría y seducción.
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