“Noviembre se ha ido rápido”, decía ayer uno de los jueces lego con los que he compartido estrado este mes en mi tribunal municipal. Tentada estuve de decir: “La vida siempre marcha aprisa”, pero hubiera sonado demasiado filosófico, incluso en ese solemne recinto donde la justicia ya no solo se imparte, sino que se comparte, en especial en la materia de Familia.
¿Pueden creer que 20 años atrás esos asuntos eran “algo más” en la sala de lo Civil? ¡Como si pudiera equipararse el destino de un pasillo con el de un matrimonio o de un niño!
Confieso que hasta hace un par de años salía de muchas comparecencias con la incómoda sensación de no haber aportado nada al bienestar de esas exparejas (la mayoría muy jóvenes) que apelaban al juicio ajeno para dirimir pleitos domésticos, agotando los fondos e ilusiones comunes.
Es triste ver a dos personas que se amaron sentadas frente a tres extraños para ventilar trapos sucios. Peor aun cuando apenas logran mirarse entre sí, o escuchan las razones del otro solo para disentir y justificar su propia intransigencia.
En casos así quisiera tirar la toga, sentarme a su nivel como en las peñas y decirles que el trasfondo de esas peleas es que nunca aprendieron a lidiar con el desapego; que nos educaron mal con el mito del “juntos para siempre”, pero es posible dejar ir esas nociones tóxicas y seguir adelante con cordialidad, si no por ellos mismos, al menos por esa prole que necesita verlos unidos, aunque no vivan juntos.
Pero no: no me toca decirlo. Un mes al año por dos décadas me he limitado a firmar pautas de sentido común que las familias no lograban por sí mismas y reflejar los derechos de sus criaturas en un magro papel, sin garantía de que se cumplan, porque nadie logra algo nuevo haciendo siempre lo mismo.
¿Pueden creer que algunas parejas hacen de las citas en el tribunal un retorcido hábito, para verse las caras cada cierto tiempo y restregarse un poco de esa absurda insatisfacción?
Por suerte, los actos de Familia han evolucionado y ya es frecuente invitar a especialistas de Sicología u otras disciplinas para que ayuden a entrar en razón a las partes, explicándoles lo que puede pasar si siguen alimentando esa discordia y repartiendo los tiempos de sus hijos desde la prepotencia cultural del “son míos” o “yo los mantengo”.
A veces (da pena decirlo), una de las partes pasó página, tuvo más hijos o atiende los de una nueva pareja, y la otra intenta hacerle sentir esa “prosperidad” como una deuda con su propia desdicha. Por eso agrede donde más duele: poniendo trabas a la comunicación o reduciendo la ayuda económica.
¿Resultados? Un viejo proverbio dice que cuando los elefantes se pelean, la que sufre es la hierba, y ya pueden imaginar quien cumple ese rol en estas historias.
Ayer una madre decía que su hija preadolescente no quería ir con el padre porque era muy autoritario y poco paciente. El hombre explicaba que solo ponía en práctica el método con el que lo educaron, porque “a los niños no se les puede dejar que sobrepasen la palabra de los padres”, así que una palmada en el hombro se justifica para poner las cosas en su lugar… Y lo peor es que hablaba desde un genuino amor.
Una de las sicólogas presentes lo llamó a la moderación en esos manejos educativos: “No es el hombre quien habla en esas circunstancias, es el padre”, decía ella para remarcar que no se trata de competir con el menor o imponer criterios patriarcales, sino de inculcar respeto, por el bien de todos.
Autoridad dulcificada, llamó ella a esa actitud, y me encantó el término porque tiene mucho que ver con la responsabilidad parental de la que habla el nuevo código de las familias, que estamos gestando (mejor que patria potestad, sin discusión).
Su colega, en tanto, sugería a la madre compartir lo que sabía de sus hijos con el progenitor y ayudarlo a ser mejor padre. Ambas recalcaron que la hostilidad entraña violencia, y el precio que pagarán a la larga puede ser muy doloroso.
Respiré aliviada cuando el caso terminó en acuerdo. Como la prioridad de ambos es el bienestar de sus menores, están dispuestos a aceptar la ayuda del Centro Comunitario de Salud Mental y a buscar herramientas que mejoren sus dinámicas familiares para superar desavenencia. Eso es hacer las cosas de manera distinta, y así sí se puede esperar un resultado mejor.
Otra confesión: este año he estado a punto de llorar en un juicio, por primera vez, y no de rabia, sino de ternura. Mi presidente de la materia es muy joven (apenas tres años de graduado), pero es consciente de la fragilidad de los lazos que nacen de los afectos y sabe regar sabiduría en las áridas emociones humanas. Trata cada caso con la paciencia que merece, habla con dulzura y contagia su voluntad conciliadora.
Noviembre va rápido, pero los tribunales necesitamos que el año acabe pronto y llegue el 2022 con sus procedimientos más modernos, ideales para abrazar una ley nueva, que inspira a amar y a educar mejor.