Cualquiera lo hubiera querido eterno por ser quién era, uno de los personajes infaltables en las fábulas habaneras, y de algún modo ya había conquistado la eternidad. Ahora sí, el último miércoles, se acaba de marchar, a los 89 años de edad, Chinolope, el artista, el fotógrafo, genio y figura que en su partida de nacimiento llegó al mundo con el nombre de Fernando López Junque.
Toda épica tiene su contraparte en esos otros personajes y escenarios que pasan ante nuestros ojos como si nada y, sin embargo, constituyen signos de la misma época. Junto a esas imágenes volcánicas y estremecedoras que dieron cuenta del triunfo y la ascensión del pueblo cubano a la altura de su destino, otras no menos elocuentes coexisten para revelarnos los misterios de una identidad y la densidad única del espacio insular.
Esas son las que nos ha legado Chinolope. Lo dije antes y lo confirmo hoy. Sé que al particularizar la importancia y pertinencia de su obra dentro del cuerpo discursivo de la fotografía de la Revolución Cubana corro el riesgo de parecer irreverente, debido a que el artista, por sí mismo, lo fue. Las andanzas del Chino, verdaderas o falsas, contadas de boca a boca o literatura mediante, alimentan el mito de una vida errabunda y una vocación artística que si no fuera por la prueba definitiva de los fotogramas aportados cabría poner en duda. A estas alturas, quienes no conocieron al personaje, pudieran creer que Chinolope es un accidente en la historia de la fotografía, cuando, en verdad, resulta imposible prescindir de sus contribuciones.
Una sola realización bastaría para situar a Chinolope en el Olimpo de nuestros grandes artistas del lente en la segunda mitad del siglo XX: su ensayo fotográfico Temporada en el ingenio. Con prólogo de José Lezama Lima y luego de dormir un largo sueño en el fatídico colchón editorial (fila de libros a la espera de publicación en las casas editoras cubanas de los 70), el libro fue una revelación en los años 80 y todavía sigue causando admiración entre especialistas y públicos de diversos países. Cada imagen de este ensayo se nos presenta como un acto de fe en el barroquismo de los gestos y el paisaje que nos es común.
Temporada…, sin embargo, no es la única obra, aunque quizá la más coherente, que le dio título de grandeza a Chinolope. Entre los 60 y los 70 hizo zafra desde el retrato, cazando a Cortázar y Lezama, a Virgilio Piñera y Roque Dalton, a Víctor Manuel y el no menos ilustre Varilla, de la Bodeguita del Medio.
Esto se ha dicho en cuanto a las obras que quedan. Como la que Seix Barral utilizó para la primera edición de Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, foto en la que los músicos, dueños de la noche, no saben si cantan, tocan, o simplemente se desgarran. O esa otra en la que una muchacha atraviesa un vitral en La Habana Vieja y parece un ángel. O aquella en que al Chino se le ocurrió, para la revista Cuba, perseguir hasta en el sueño al Caballero de París.
Cuántos fotogramas nos habremos perdido entre rollos engavetados y cámaras perdidas al azar, por obra y gracia de Chinolope. Nadie lo sabe. Por lo pronto, ahí está sentado, entre Lezama y Cortázar, en el portal de El Patio, de la Catedral. Recordándonos que si bien, como él dijo, la realidad no tiene estilo, este acaba por imponerse en la filosofía de un hacedor de imágenes.