Guillermo Tell sí comprendió a sus hijos. Los enseñó y educó para que heredaran su destreza y su causa. Después les cedió la ballesta, y se puso, confiado, la manzana en la cabeza. Pero… la inmensa mayoría de aquellos hijos jamás apuntó hacia ellas, no por temor a fallar el tiro, sino por elemental respeto a su viejo. Otros, los que no aprendieron las lecciones de hidalguía y humildad, lanzaron hasta hoy sus flechazos al aire.