MIAMI, Estados Unidos.- Si algo demostró el pulso cordial entre José Miguel Vivanco (Director de Human Rights Watch para las Américas) y Rosa María Payá (coordinadora de la plataforma CubaDecide) ante el Congreso de los Estados Unidos el pasado 20 de julio, es que ningún enfoque parece ser lo suficientemente apropiado para arrancar de cuajo el problema que afecta a Cuba y los cubanos.
La sesión, en la cual fueron abordadas las protestas ocurridas el 11 de julio, derivó hacia el mismo debate que hace décadas no deja avanzar ningún plan concreto en interés de los cubanos dentro y fuera de la Isla: levantar o no el embargo. Por momentos se perdía la noción de que lo importante del encuentro era el cambio radical que se ha producido en la sociedad cubana tras un levantamiento masivo y nacional que le ha movido el suelo al castrismo más que cualquier listado de sanciones emitidas por la Casa Blanca.
El embargo existe, y claro que tiene un impacto real. Nada le sentaría mejor al castrismo que la posibilidad de pedir créditos en cualquier entidad financiera, comerciar sin obstáculos con Estados Unidos, administrar recursos multimillonarios sin regirse por una política de transparencia fiscal hacia sus ciudadanos y socios, mantener con esos caudales a la improductiva empresa estatal socialista, ir de un fiasco económico a otro… y no pagarle a sus acreedores con cualquier pretexto que tengan a bien inventarse los que esgrimen la soberanía como argumento para desechar reclamos justos y violar derechos ajenos.
Por tal razón no puede entenderse que algunos congresistas y defensores de los derechos humanos sigan intentando arreglar con dinero un problema de derechos. ¿Remesas para qué? Si todo lo que se mueve en Cuba está controlado por la dictadura, si la producción de alimentos es cada día más exigua y el mercado negro depende casi totalmente del estatal, ¿qué bienes inestimables comprarán los beneficiarios de esos capitales que Biden quiere aumentar?
Eso sin mencionar que millones de cubanos no reciben remesas, por tanto quedarían fuera de cualquier alivio que la Casa Blanca pudiera aportar flexibilizando la medida impuesta por Donald Trump. La solución no está en las remesas, mucho menos en darle gusto a un régimen que sintió tanto pánico por el entusiasmo de los cubanos ante el discurso de Barack Obama durante su visita a la Isla en 2016, que decidió sabotearlo con una retórica insidiosa, dejando pasmada a tanta gente que creyó que las cosas se iban a arreglar, que ambos gobiernos por fin se entenderían. La congresista María Elvira Salazar habló con la verdad ante el Congreso: el castrismo escupió sobre la mano abierta de Obama, porque no soportó que el demócrata reflejara una actitud hacia Cuba por parte de Estados Unidos diametralmente opuesta a aquella construida desde la propaganda oficial.
Después de ese intento frustrado de acercamiento, resulta incomprensible tanta insistencia en poner dinero a disposición de una dictadura que ha despreciado y reprimido tanto a quienes piden diálogo como a los que tomaron las calles. El castrismo simplemente no quiere disenso. Que Díaz-Canel se aparezca ahora -sin una disculpa por haber provocado un brutal enfrentamiento entre civiles- hablando de ponerle corazón a Cuba, de que el odio no es el camino y que hay que escuchar “todas las voces”, es un engaño en toda regla.
Muchísima Cuba salió a las calles el 11 de julio y el régimen aún tiene la soberbia de creer que su univocidad continúa intacta, que los cubanos no saben que mienten descaradamente. Se han conocido testimonios de madres desesperadas porque no encuentran a sus hijos o desconocen su situación legal, de jóvenes que fueron salvajemente golpeados y recluidos hasta que los moretones sanaran, de juicios sumarios que ahora mismo se están llevando a cabo; pero la prensa oficial asegura que no hay presos incomunicados ni desaparecidos, y que los derechos de todos han sido respetados. Tal es la naturaleza de la dictadura, con embargo o sin él.
Uno de los argumentos más utilizados por el castrismo para justificar sus abusos fue pulverizado por el senador demócrata Bob Menéndez al afirmar que no habrá intervención militar. Las cartas que restan sobre la mesa tienen que ver con garantizar Internet gratuita a todos los cubanos y aumentar el personal diplomático en la embajada de La Habana, supuestamente para apoyar a esa misma sociedad civil que no sale de su casa si al régimen no le da la gana.
Si el camino es la presión, entonces pongan un garrote vil a la élite militar, porque la agenda hotelera de GAESA no se ha detenido y tras el despliegue de recursos para la represión y los actos de reafirmación revolucionaria, es evidente que la casta verde olivo tiene plata y combustible en abundancia para respaldar sus propios intereses. Mientras varios congresistas critican la postura de países latinoamericanos acomodados al sonsonete del embargo, empresarios leales al castrismo reafirman su fidelidad desde suelo estadounidense; una contradicción que deja mucho que desear.
Es cuestión de tiempo que los cubanos salgan de nuevo a las calles. Ahora la sensación dominante es de impotencia, aturdimiento e indignación; pero la situación social y económica no va a mejorar. Díaz-Canel es masivamente repudiado por su incapacidad política y falta de carácter. Lo que procede a partir de ahora es articular una respuesta cívica con todos los actores que se manifestaron exigiendo cambios y libertad.
Ni abusos, ni encarcelamientos, ni campañas de desprestigio van a deshacer el estallido social, porque de hecho ocurrió pese al miedo y la desconfianza que las plataformas oficiales de comunicación han inoculado diariamente desde los sucesos del 27 de noviembre de 2020. La mayoría de los cubanos ha decidido apagar sus televisores para evitar la influencia malsana de los (des) informativos y la propaganda castristas. No necesitan más verdad que la vivida el 11 de julio.
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