LA HABANA, Cuba. — Hace 60 años, el 2 de julio de 1961, en su casa en Ketchum, Idaho, Ernest Hemingway, el más influyente de los escritores norteamericanos del siglo XX, se quitó la vida de un escopetazo.
Muy enfermo y deprimido, un año antes había regresado de Cuba. En su casa de San Francisco de Paula el escritor había pasado la mayor parte de su tiempo durante más de 20 años.
La casa en Ketchum la compró cuando percibió que la vida en Cuba, con el deterioro de las relaciones entre Estados Unidos y el régimen castrista, se le tornaría cada vez más difícil (la relación de Hemingway con la revolución cubana se limitó a un breve pero muy fotografiado encuentro con Fidel Castro durante un torneo pesquero en 1959).
La vida de Hemingway fue una puesta en escena montada por él mismo. Vanidoso, fanfarrón y narcisista, hizo un guion que dirigió con tan minuciosa exactitud que llegó a creérselo. Creó su mito y vivió apegado a él hasta su muerte.
Fiel a su propio código ético, vivió todas las vidas de sus personajes, que eran en muchos casos sus alter egos, sus posibles yo: Francis Macomber, Robert Jordan, Thomas Hudson y el viejo pescador Santiago. Hemingway vivió esas vidas en Paris, España, en la guerra, en safaris en África, a bordo del yate Pilar en la Corriente del Golfo, acodado en las barras del Floridita o del Sloppy Joe’s.
Aventurero, individualista, pendenciero, mal hablado, machista y con un complejo de inferioridad que disfrazaba con juergas, borracheras, palabrotas y mujeres, la imagen del señor de bronce de la literatura norteamericana no está muy bien parada en estos tiempos de exagerada y puritana corrección política.
En lo personal, tengo un problema con Hemingway: es uno de mis escritores preferidos, pero detesto a la persona que fue.
Durante mucho tiempo sentí una especial devoción por Hemingway. Trataba en mis cuentos de imitar su escritura. Disfrutaba creyéndome el guion de su vida. Cuando visitaba la Finca La Vigía me parecía ver a Ava Gardner bañándose desnuda en la piscina, o a través de la ventana del baño, a Papa, en short y sandalias, la espalda achicharrada por el sol, escribiendo en su Remington. Pese a mi amor por los animales, hasta llegaron a gustarme sus trofeos de caza (los perdonaba acordándome de sus perros y gatos).
Pero la devoción que sentía por Hemingway terminó cuando hace unos años descubrí, cual si me hubiese caído un rayo, que a Hemingway le gustaba matar.
Lo confesó en vísperas del safari africano de 1933, y nadie le creyó, pensaron que hablaba de animales salvajes. Pero no era así. En abril de 1936, en un artículo de la revista Esquire, aseguró que “ninguna cacería es comparable con la cacería del hombre”.
En su libro ¿Qué le ocurrió a la calavera de Schiller? Todo lo que usted no sabía sobre literatura, el escritor Rainer Schmitz recoge cartas de Hemingway en las que se jacta de haber dado muerte personalmente a 122 prisioneros de guerra alemanes en Rambouillet, cerca de París, cuando era oficial del regimiento 22 de la Cuarta División de Infantería norteamericana.
Los prisioneros, todos desarmados, fueron muertos cuando intentaban fugarse y varios en el transcurso de interrogatorios. En las cartas, Hemingway se regodea en los detalles.
Cuenta cómo un miembro de las SS nazi que lo desafió pensando que no sería capaz de matarlo a sangre fría pagó cara su insolencia. El escritor narra el hecho como si fuera uno de sus cuentos. Luego de decirle “te equivocas, mi hermano”, le disparó tres veces al vientre. Cuando cayó al suelo, le disparó a la cabeza. “El cerebro le salió por la boca o por la nariz”, refiere Hemingway.
Otra de las hazañas como killer extrajudicial en Francia que narra Hemingway en las cartas es la muerte de un muy joven prisionero alemán que trataba de escapar en una bicicleta. Hemingway no vaciló en disparar su M1 contra el prófugo. La bala, de calibre 30, le destrozó el hígado. “Tenía más o menos la edad de mi hijo Patrick”, refiere. Es decir, 16 años.
Demasiado horrible aceptar que mi autor tutelar, el tipo cuya vida romántica y aventurera me fascinó y envidié, fue, además del mejor de los escritores, un asesino.
Me esfuerzo por no creerlo. Prefiero pensar que fueron unas cuantas fanfarronerías más de las que Hemingway utilizó para alimentar su mito. Otra ficción de la puesta en escena que fue su vida. Escenas truculentas necesarias para el guion de un tipo duro. Ojalá.
Pero, después de todo, Hemingway nunca se esforzó demasiado por convencernos de que era una buena persona. Fuimos nosotros, sus adoradores, los que nos empeñamos en creerlo.
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