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Muy cerca de la Clínica Estomatológica “Manuel Angulo”, en Holguín, vive una mujer de 73 años cuyo oficio es el de coger ponches. La conocí hace poco. Necesitaba llegar temprano a la universidad y la bicicleta había amanecido sin aire. Sus manos se movían con destreza para solucionar el problema, unas manos que llevan más de 20 años haciendo ese trabajo.
Volví a visitarla, puesto que aquel día la prisa no me permitió conversar con ella lo suficiente. La encontré pegada al fogón de leña tostando una libra de café. Eran cerca de las 7 de la mañana y el sol aún se retardaba en el horizonte.
Ángela Fonseca Martínez nació el 25 de noviembre de 1951 en La Mambisa, una comunidad de campesinos a 2 o 3 kilómetros de La Concepción, Cacocum. Un año que Cuba recuerda por la muerte de Eduardo Chibás ante los micrófonos de la CMQ o el quinto entierro del Apóstol en Santa Ifigenia. A poca distancia del río Cauto, la niña Ángela creció, junto a 7 hermanos, rodeada de cañaverales.
Le pregunto cómo era la vida en aquel entonces, su niñez, su fiesta de 15 años, si existen fotos de la época. “Yo no tuve niñez, ni quince”, me responde mientras revuelve los granos que se tuestan en el caldero. Suspira. “La vida era muy difícil. Tuve que ayudar a mi mamá y a mi papá. Trabajaba en el campo, en lo que fuera, pastoreaba los bueyes y molía maíz para hacer harina. Cualquier cosa menos jugar”.
“Empecé a ir a la escuela después que triunfó la Revolución. Yo vine a ponerme el primer parecito de zapatos cuando vinieron los brigadistas. Fue el primer par de zapatos que me puse”. Y Ángela se refiere a los integrantes de la Campaña Nacional de Alfabetización, que a principios de 1961 se llevó a cabo con el propósito de erradicar el analfabetismo en el país. Me explica que, antes de eso, los zapatos que usaba estaban hechos de hojas de maíz. Se abría la cáscara por la punta, se removía la mazorca y se metía el pie en el vacío que quedaba, amarrado por detrás del calcañar con una cinta de yarey. Así eran los zapatos que usaban los niños de su pueblo para los trajines diarios.
“Esos primeros años fueron difíciles, pero pude ir a la escuela. Me pasaron de grado muy rápido porque sabía las respuestas a lo que preguntaban. Recuerdo que me saltaron un grado por saber hablar de Martí”.
Nuestra conversación se desarrolla en torno al fogón de leña. La madera de pino carga el ambiente con un humo azul, denso. Es bien temprano en la mañana y los transeúntes