LA HABANA, Cuba. – En Cuba, en mi barrio, no se hace difícil conjugar el verbo robar, sobre todo en las últimas semanas. En mi barrio, que no es breve, se habla de un sinfín de raterías y nadie se atreve a pronosticar su fin. En mi barrio olvidamos el último robo y esperamos, con algo de conformidad, al próximo. En La Habana se multiplican las raterías, se hacen suma, y hasta podrían convertirse, a la manera piñeriana, en una querida costumbre.
Sin dudas hemos asumido una actitud aquiescente y contemplativa ante casi todo, y ahora también ante los robos. Callamos creyendo que seremos protegidos. Si algo hacemos es una especie de relatoría callejera de los atracos, pero solo entre nosotros mismos, y nada más.
De esos robos se habla en la cola del pan y en la bodega, en la larga y ancha hilera que hacen en la farmacia los enfermos, y tanto es así, que he llegado a creer que asumimos, quizá para defendernos, una actitud contemplativa, y hasta generosa, con los ladrones, por miedo a esos delincuentes, y al Gobierno que quizá diga que son solo fruslerías.
Yo mismo he optado por evadir esas conversaciones que me asustan y a las que, algunas veces, respondo con algo de mímica o repitiendo aquel gesto de asombro que es idéntico a otro que captara el fotógrafo de mi pueblo cuando era yo un bebecito, que lo fui…
Los rumores sobre las constantes rapacerías salen del gentío, y son contados a la manera de la novela picaresca. Hay muchos asombros pero también hay risas que duelen y desarman, que confirman el lugar a donde fueron a parar nuestros valores y el compromiso con nuestros semejantes, con esos que compartimos los mismos espacios del de