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“No puedo regresar a Cuba porque tengo el honor de estar en la lista negra del régimen”

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AVENTURA, París.- A fines de 2007, cuando José Prats Sariol llevaba unos cuatro años de exilio en México, le escribí desde París, tal vez por consejo de José Triana, tal vez porque Manuel Díaz Martínez me lo sugirió, o quién sabe si por insistencia de Carlos M. Luis –los tres ya fallecidos, y tal vez por idea de los tres a la vez– para que lo invitara a participar en un libro en homenaje a José Lezama Lima, junto a otros 32 autores cubanos, todos en el exilio, excepto la bloguera Yoani Sánchez, quien por aquel entonces despuntaba con su blog independiente, la única a la que desde La Habana le tocaba el difícil papel de cuidar las tumbas de nuestros muertos.

El caso es que Prats Sariol, sin conocerme personalmente, accedió de inmediato a colaborar y nos envió por correos a Regina Ávila Al-Sowayel (mi coautora, cómplice y brazo derecho en esta y muchas otras empresas) y a mí, un ensayo titulado “Tristezas en Trocadero” que resumía muy bien los oprobios y humillaciones que, por cobardía u oportunismo, le hicieron vivir a José Lezama Lima los esbirros culturales de la revolución castrista desde que la censura se apoderó del ámbito cultural y de todos los demás ámbitos.

El ensayo de Prats Sariol fue publicado en aquel libro que titulamos Aldabonazo en Trocadero 162 (Valencia, España, 2008) y en el que también aparecieron otros trabajos de autores que ya han fallecido, muchos de ellos amigos de Lezama, como José Triana, Manuel Díaz Martínez, Reinaldo García Ramos, Emilio Ichikawa, David Lago, Carlos M. Luis, Regina Maestri, Nicolás Quintana, Raúl Rivero, Raúl Tápanes y Nivaria Tejera, así como las colaboraciones de los restantes que aún viven.

Ahora viene al caso hablar de esto porque ha llegado el momento de compartir el testimonio, en esta serie que ya pasa de 70 entrevistados –nacidos antes de 1959 y exiliados todos–, de quien tan generosamente, sin conocerme entonces y con tanto caudal de intimidad, amistad y solidaridad con Lezama me ofreciera entonces, desinteresadamente, aquel entrañable relato de los años en que frecuentaba asiduamente (y hasta su muerte) al gran escritor del grupo fundador de Orígenes en La Habana de la década de 1940.

―Háblanos de tu nacimiento y entorno familiar

―Nací en El Vedado, el 21 de julio de 1946, en una clínica llamada Nuestra Señora del Pilar que estaba en la calle 15 esquina a F. En realidad, debía haber nacido en Oriente porque toda mi familia, por ambas partes, provenía de Las Tunas y Manzanillo. Viví en Manzanillo desde alrededor de los dos hasta los cuatro años. Quizás me siento ligeramente orgulloso, a veces, de que mis ancestros catalanes también se vinculen, presumiblemente, a familias sefardíes, luego emigrantes a Cuba. Según he podido indagar, tanto los Prats como los Sariol son apellidos que se remontan a la Edad Media, en la frontera con La Rioja. Parece que fueron conversos, porque los emigrantes a Cuba y a México (Detecté Prats en Villahermosa, Tabasco), se producen en el siglo XIX.

Crecí con tres mujeres como eje de mi vida: mi madre, mi abuela materna y mi madrina, Dolores Álvarez Bello, sobrina de mi abuela. Y la razón por la que mi infancia y adolescencia fue en El Vedado es que Rafaela había rentado en un edificio en la calle 25 entre D y E, No. 716, 2º. piso, con el objetivo de habilitar una casa de huéspedes para que los jóvenes bachilleres de Manzanillo pudieran hospedarse y cursar estudios en la Universidad de La Habana. De ese modo, en mi entorno hogareño, fui como una especie de mascota para aquellos jóvenes que vivían en casa como una gran familia. Ello influyó enormemente en mi formación pues, entre otras razones, me propiciaban muchas lecturas. Tuve el privilegio de estar rodeado de estudiantes de Medicina y de Arquitectura que a la vez eran lectores, melómanos, deportistas y sobre todo muy cariñosos con el único niño de la casa, centro afectivo de mi abuela, la severa dueña…

Rafaela Bello y sus alumnas del Colegio Santa Teresa en Manzanillo
―¿Qué recuerdos tienes del Vedado de tu infancia?

―Muchos y muy gratos. En el parque Mariana Grajales, el del antiguo Instituto del Vedado (luego Preuniversitario Saúl Delgado) había unos montículos de tierra por los que me deslizaba de niño hasta la peligrosa calle 23 esquina a C. Con los muchachos del barrio, cuando oíamos decir que iba a entrar un frente frío, también llamado “norte”, salíamos disparados para el Malecón, hacia la zona de la calle G que era donde rompía con más fuerza el oleaje para “cazar olas”. Apostábamos a que la ola no nos mojara y a que nos diera tiempo a tocar el muro antes de que nos cayera encima. Me encantaba escaparme y andar en bicicleta. Mi segunda bicicleta fue una Super Rex de carrera muy buena. Una vez pedaleé como tres horas hasta llegar al Mariel y regresé seis horas después. Tenía apenas 10 años de edad.

En la planta baja del edificio vivía María Cabrera, una de las mejores reposteras de la ciudad. Lo era también de Fulgencio Batista, de modo que siempre venía gente adinerada o sus choferes a buscar los encargos. Era un privilegio tenerla en los bajos, tan cerca; que me cogiera cariño y me colmara de pastelitos y dulces. Por eso me gustan tanto los dulces, las golosinas y los saladitos. Y no sólo los que vendían en El Carmelo de 23, al lado del cine Riviera.

También iba mucho a las funciones en el Auditórium porque un primo llamado Amado Luis Muñiz León era melómano nato y me llevaba a cuanta función había en ese teatro, que era uno de los mejores del continente. Hoy en día está completamente destruido después de una malograda restauración que hicieron los alemanes de la antigua República Democrática Alemana en épocas del comunismo, cuando ya lo llamaron Amadeo Roldán.

Hubo también acontecimientos que no olvido, como el multitudinario entierro en 1951 de Eduardo Chibás, el líder el Partido Ortodoxo. Por la calle 23 avanzaron miles y miles de personas hasta el Cementerio de Colón, a rendirle un último homenaje. Diez años después presencié desde el mismo parque, ya rota la frágil democracia republicana, otro entierro decisivo en la historia de Cuba. Por la ancha avenida 23, en abril de 1961, desfiló una masa de milicianos hacia el cementerio de Colón, a despedir los muertos en los bombardeos aéreos que precedieron al desembarco por Playa Girón.

La casa de huéspedes de la calle 25 de la abuela de José Prats Sariol
―¿Y tus estudios?

―Estudié en el Colegio de La Salle, también en El Vedado, hasta que fue nacionalizado en junio de 1961. Es decir, que allí pude cursar toda la enseñanza primaria hasta el primer año de bachillerato. El colegio tenía un nivel excelente y uno de los primeros recuerdos que tengo es haber cantado en público, a los 6 años de edad, con barba pintada y traje de gala, delante de todos los alumnos La donna è mobile, el aria de la ópera Rigoletto de Verdi, que mi primo me hizo ensayar muchas veces. Eso fue durante la fiesta de cumpleaños del director de La Salle, al que le habían puesto el apodo de “Bola de billar” porque era completamente calvo, y tanto era así que no recuerdo su nombre ni que lo hubiéramos llamado, entre los alumnos, de otra manera. Desde muy temprano mi primo Amado Luis, tenor de ducha y sala, me llevaba a las funciones de la sociedad Pro-Arte Musical. No salí cantante porque nunca pude ser afinado. Ni bailador: la música por un lado y yo por el otro.

Con el cierre de La Salle pasé al Instituto de La Víbora, en donde terminé el bachillerato pues inventaron una especie de plan de liquidación para equilibrar los cambios en el sistema de enseñanza, cuando se pasa al sistema aún vigente de Secundaria Básica de tres años y luego tres de Preuniversitario o Tecnológico, mucho más acorde con la pedagogía moderna.

―Justamente sobre esto quería preguntarte. ¿Pudiste presentir la tensión política antes del triunfo de la insurrección el 1° de enero de 1959?

―En dos ocasiones la policía de Esteban Ventura vino a hacer registros en la casa de huéspedes porque al menos dos de los estudiantes que vivían en ella estaban implicados con el movimiento estudiantil universitario antibatistiano. Uno de ellos, Carlos Bertot Contreras, que estudiaba Arquitectura, también de Manzanillo, pertenecía al grupo de Fructuoso Rodríguez, y pudo salvarse de milagro porque escapó por la azotea brincando hasta la del edificio aledaño al nuestro y escondiéndose detrás de los tanques de agua. Otro estudiante de mi casa, esta vez de Medicina, René García Fonseca, participó en los clandestinos centros de atención a posibles heridos, cuando el fallido asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957. Los dos revolucionarios se graduaron y fueron destacados profesionales. Los dos, como otros, murieron aquí en el exilio.  

―¿En qué momento te das cuenta de que lo que te interesaba era la literatura?

―Tuve cierta precocidad literaria, lo que como sabes no otorga ni una gota de talento. De niño me gustaba coleccionar los cómics (muñequitos) que venían de México. Ya en mi adolescencia, había dos grandes dibujantes de historietas: Mauricio Morales y Newton Estapé Vila. Ambos dibujaban para la revista Mella, y como mi madrina había sido socia del Miramar Yacht Club, solía ir a nadar allí, incluso después de nacionalizado y transformado en círculo social Patricio Lumumba. Newton iba también a ese club y de esa época nos conocíamos y, en ocasiones, les puse textos a los globitos de sus historietas. Nos reuníamos en su casa, en 31 y 30, Almendares, como parte de un delicioso grupo de fiestas, bailes y novias. Globitos y primeros cuentos.

Por otra parte, mi cuento “La mosca” iba a ser publicado en la Segunda Novísima de la editorial del grupo El Puente, fundado por el poeta José Mario y la escritora Ana María Simo. Pero cerraron la editorial, en turbia maniobra de la incipiente censura. Ya había decidido, desde los 16 o 17 años, que matricularía Letras en la facultad de Zapata y G, en la Universidad de La Habana, en 1964. Por esos años, cuando se incubaba El Caimán Barbudo, conocí a Mario Parajón, destacado intelectual quien había fundado un grupo de teatro juvenil, en el que participé y actué incluso en

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