Durante décadas, a lo largo del siglo XIX, los vendedores ambulantes de baratijas aportaron imagen a La Habana. Foto: Tomada del grupo Nostalgia Cuba, en Facebook.
Serafín daba lustre a su nombre. Era un hombre seráfico. Incapaz de alzar la voz, de matar siquiera una mosca… Todas las noches, desde el atardecer hasta la madrugada, con un tablero que le pendía del cuello y que le quedaba a la altura del vientre, recorría el muy habanero barrio de Colón a fin de ofrecer sus mercancías a las prostitutas. Llevaba en su bandeja aquellos artículos –sanitarios y de aseo– que la prostituta podía necesitar en un momento de apuro. Se paraba entonces la mujer en cuestión a la puerta del prostíbulo y, a voz en cuello, llamaba por su nombre al anciano. Si Serafín no la escuchaba por hallarse distante del lugar, alguien le hacía saber qué y de dónde lo reclamaban, y allá iba el viejo con su carga. Se detenía frente a la puerta del prostíbulo y hacía la venta. Tenía un estilo: jamás penetraba en los burdeles.
Serafín era un buhonero. Durante décadas, a lo largo del siglo XIX, esos vendedores ambulantes de baratijas aportaron imagen a La Habana, y cuando se establecieron dieron origen a las mercerías y a las quincallas para la venta de productos de poca monta, pero necesarios. Y al alcance de la mano. Porque una quincalla se establecía en la sala de estar de una vivienda y la atendía la propia familia sin atenerse a horarios rigurosos de almuerzo y cierre. Para Fernando Ortiz, en su Catauro, quincalla es cubanismo por quincallería.
En cualquier barrio podía existir un número indeterminado de quincallas, lo que ahorraba el viaje a una tienda mejor surtida y con ofertas de más calidad, pero distante. En el reparto Lawton, recuerda el cronista, había, en la calle San Francisco, en línea recta, cuatro quincallas en menos de quinientos metros: La Casa Henry, en San Francisco y Lawton, La Milagrosa, en la esquina de San Francisco y